Acabo de ir a ver la película “Cristiada” y debo decir que esperaba más de lo que vi; es decir, más que el típico melodrama de los buenos muy buenos contra malísimos malos. Y más allá de una crítica a la película como tal, esta me da pie para hablar de otra cosa que tiene que ver más allá del fina, y hablo de las fotografías de la época, que aparecen junto con los créditos, de aquellos años del conflicto, es decir entre 1926 y 1929. La fotografía en tiempos difíciles, esos primeros años de fotoperiodismo mexicano que comenzaron, apenas unos años antes de aquella guerra cristera, con la revolución mexicana.
El fotoperiodista mexicano ha sido desde aquellos años un héroe anónimo, los nombres de aquellos primeros se han perdido en el olvido casi en su totalidad, y fuera de Agustín Casasola o el alemán radicado en Veracruz Hugo Brehme poco se podría hablar de alguno, a pesar de que fueron más de mil los hombres que registraron con sus cámaras esos primeros conflictos.
La fotografía, o los retratos al daguerrotipo, se comenzaron a realizar en nuestro país en 1839, el mismo año que su inventor, Louis Daguerre, lo daba a conocer en Europa; y como allá aquí el fotógrafo comenzó siendo un oficio que se limitaba a captar en una placa los rostros de los burgueses y los interiores de sus haciendas. El mismo Porfirio Díaz fue un impulsor (y protagonista) de la fotografía de la época. Habría que imaginar lo que vivirían años después aquellos hombres que pasaron de llevar sus pesadas Graflex a las apacibles estancias de la clase acomodada del país, a cargar con aquellos armatostes al campo donde se vivieron los conflictos, para documentar los horrores y errores de la condición humana. Pasaron pues de las inmaculadas sonrisas despreocupadas de los ricos a los duros rostros de los hombres tras el fusil. La revolución mexicana fue pues una de las guerras mejor documentadas, en imágenes, de aquellos comienzos de siglo.
Fuera de nuestro país, en Europa, el fotoperiodismo alcanzó su cenit apenas terminó nuestra guerra cristera, es decir en los 30, y se extendió hasta terminada la segunda guerra mundial a mediados del siglo. Fue con aquellos conflictos en el mundo con los que el fotoperiodismo se graduó, a la par también de los adelantos tecnológicos que permitieron a los fotógrafos de guerra hacer mejor su trabajo; con equipos más ligeros se pudo llegar a lo más íntimo del horror, y también con la ventaja, el fotógrafo europeo, de moverse en un continente más homogéneo que en nuestra América Latina.
Esa fragmentación, sin embargo, enriqueció el trabajo del fotoperiodista en este continente, ya que además de la obra gráfica, el periodista se convirtió, sin quererlo, en una suerte de sociólogo-antropólogo que mostraba no sólo la crueldad del conflicto (crueldad que podía no ser muy diferente de la europea) pero que estaba inevitablemente más regionalizada, por lo que el registro de nuestros conflictos resultó tener muchos más matices de los que se preveía.
Hoy el fotoperiodista sigue siendo un héroe, aunque ya menos anónimo que hace cien años. En nuestro país, con los conflictos actuales, se puede decir que el reportero gráfico tiene una alta especialización desde hace ya un tiempo; y que es también, desgraciadamente, un oficio que resulta, hoy por hoy, más peligroso que en aquellos años de la revolución y la guerra cristera juntas.