Con la invención de la imprenta de tipos móviles en el siglo XV, gracias a Johannes Gutenberg, los libros comenzaron a ser objetos cada vez más accesibles y, con el tiempo, comunes. Casi 600 años han pasado desde aquel maravilloso invento y en términos generales el libro sigue manteniendo su forma original; por supuesto, la forma de hacer libros ha adquirido una dosis de sofisticación y hoy se tiene en un lugar especial a aquellos que son creados con las formas más tradicionales posibles, lo hecho a mano vs. lo automatizado. Pero las máquinas y los nuevos materiales también dieron lugar a nuevas formas de leer, hacer libros e incluso crear contenidos. En Estados Unidos 7 de cada 10 personas que compran un libro (físico o electrónico) lo hacen a través de una plataforma en línea; tan sólo Amazon vende cada día alrededor de 1 millón de libros electrónicos (hoy la venta de ebooks ha superado a la de los libros físicos); casi una cuarta parte de los ISBN (el Número Internacional Normatizado del Libro) registrados en América Latina corresponden a obras creadas para ser consumidas, principalmente, en formato digital; se estima que en México producimos algo así como 7 mil títulos de ebooks cada año.

El libro electrónico ha sido el gran invento en el mundo editorial desde la imprenta de 1440; pocos saben que hace más de 80 años ya había soñado alguien con una forma distinta de consumir lecturas con un artilugio que si bien tenía las posibilidades de ahorrar espacio en las grandes bibliotecas, también estaba lejos de ser un dispositivo portátil a la manera de un Kindle. En abril de 1935 la revista Everyday Science and Mechanics publicaba un artículo acerca de este aparato que prometía ser el lector del futuro. Se trataba de un aparato que asemejaba a una cámara de filmación de las que eran usadas en los estudios de televisión en la década de los 90; el usuario-lector se sentaba en una silla y veía reflejada sobre un espejo la imagen magnificada de un microfilm, proyectada desde el otro extremo del aparato, que contenía las imágenes de las páginas del libro a leer, a través de un mando simple el lector podía “cambiar de página” y enfocar la imagen. No era esta una idea descabellada, pensemos en su contexto: si bien el microfilm no era un invento nuevo, la patente data de 1859, si que lo era la manera en la que se empezaban a archivar los documentos; a uno de los primeros que se les ocurrió la idea de pasar del papel al film fue a un banquero neoyorquino quien a mediados de los años 20 ya miniaturizaba copias de documentos bancarios con ayuda de tecnología provista por Kodak para esos fines. De hecho, para ese mismo año de 1935 que se propuso el invento, el New York Times ya empezaba a hacer una copia de todas sus ediciones en este material; pero el lector de libros electrónicos no vería la luz sino hasta la década de los 70, en una forma muy distinta, pero eso ya es tema para otra ocasión.

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