En plena euforia del estreno internacional y a escasos pasos del anuncio de nominaciones a los Oscar, The Brutalist se encuentra en el epicentro de una controversia que pone en jaque la integridad de su impecable trayectoria.
Rodada en el nostálgico formato VistaVision, que no se utilizaba desde el legendario El rostro impenetrable (1961), la película apuesta por una estructura dividida en dos actos con intermedio, un guiño deliberado a las formas narrativas del pasado. Esta elección estilística ha sido recompensada en festivales y galardones: un León de Plata a la Mejor dirección en Venecia, tres Globos de Oro y nueve nominaciones a los BAFTA avalan su calidad cinematográfica. Sin embargo, la sombra de la inteligencia artificial (IA) se cierne sobre tan prometedor currículum.
El debate se centra en el uso de la IA en la posproducción de la película. En un primer plano, la herramienta Midjourney fue utilizada para diseñar los edificios que aparecen en la secuencia final, durante una retrospectiva del trabajo del protagonista en la Bienal de Venecia. Estos edificios, surgidos de dibujos generados por IA y reinterpretados artísticamente, abren un interrogante sobre el papel de la creatividad asistida por máquinas. Curiosamente, el propio director ha negado la veracidad de estas declaraciones, atribuyéndolas a un rumor originado por el editor Dávid Jancsó.
Pero la controversia adquiere una dimensión aún más polémica con el uso de Respeecher, un programa de IA vocal que perfeccionó el acento de Adrian Brody y Felicity Jones, quienes interpretan a inmigrantes húngaros. Si bien Brody domina el idioma húngaro, su acento no lograba convencer del todo; fue entonces cuando la tecnología intervino para refinar la interpretación vocal. La decisión del director de optar por la IA, después de descartar inicialmente el doblaje de diálogos, genera una discusión ética: ¿se le puede atribuir el mérito total de una actuación cuando parte de su ejecución ha sido “mejorada” artificialmente?
Esta cuestión se enmarca en un debate más amplio que recorre la industria cinematográfica actual. Dichos usos han avivado las reivindicaciones de actores y guionistas, quienes en recientes huelgas exigieron mayor protección ante un uso indiscriminado de estas tecnologías, que podrían vulnerar el derecho a la imagen y los derechos de autor.
El director de The Brutalist se apresuró a defenderse, aclarando que los retoques únicamente se limitaron a “refinar ciertas vocales y letras buscando una mayor precisión” en los diálogos en húngaro, y que contaba con el permiso expreso de los actores involucrados. No obstante, la polémica persiste y plantea una pregunta crucial: ¿es ético premiar una actuación en la que la intervención humana se ve complementada por una herramienta tecnológica? ¿Dónde termina la labor del artista y comienza la del algoritmo?
El dilema no es menor, y evidencia que, en la era digital, el cine se enfrenta a la necesidad de redefinir sus límites. La delgada línea entre herramienta y abuso tecnológico se vuelve difusa,
y los acuerdos en la industria deben evolucionar para garantizar que la esencia del arte permanezca intacta. Así, The Brutalist no solo se convierte en un homenaje al cine clásico, sino también en un espejo de las tensiones y desafíos que la inteligencia artificial impone en el mundo del séptimo arte.
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