En un mundo audiovisual cada vez más impersonal, hay un oficio casi invisible que sufre una crisis existencial: el doblaje. En España se alzan algunas voces, actores como María Luisa Solá —voz habitual de Sigourney Weaver en Alien, Kim Basinger o Glenn Close— fueron reivindicados en los Premios Goya por la mismísima Weaver: «María, espero que estés viendo la gala… te doy las gracias desde el fondo de mi corazón». Ese reconocimiento tardío refleja una profesión relegada a las sombras, como admite Antonio Esquivias, voz de Kelsey Grammer: «Una vez más, tuvo que venir un extranjero a valorar el trabajo de una española».
La vocación no basta. Claudio Serrano (voz de Christian Bale y Ben Affleck) denuncia la precariedad: «Cada semana tengo que desactivar a alguien que no sabe que la voz es un derecho inalienable…». Y añade: «Si lo vas a monetizar, cobrémoslo los dos». Muchos dobladores viven al límite: grabar 13 horas diarias para llegar a fin de mes, como relata Serrano, no es excepción. En España, cobrar lo equivalente a un salario mínimo por jornadas agotadoras no es raro; reflexiona Esquivias que debería mejorarse entre un 50 % y un 60 % para equipararse al IPC actual.
Y ahora se suman los avances digitales como amenaza final: «Me han clonado la voz», afirma Nuria Mediavilla (Angelina Jolie, Kate Winslet...), denunciando usos no autorizados. Juan Antonio Bernal descubrió que su voz era copiada en TikTok por usuarios armados de IA. En España, el colectivo PASAVE ha logrado imponer la "cláusula Pasave" en contratos, para prohibir el uso de voces humanas en entrenamiento de IA. Aunque la medida ha sido respaldada por plataformas como Netflix o Disney, el sector de videojuegos sigue resistiéndose, bloqueando proyectos que no la aceptan.
En México la protesta es palpable: bajo el lema “una sola voz”, actores y locutores exigen legislación. Una voz del desaparecido actor Pepe Lavat fue clonada sin permiso; el gremio advierte que esta representación no autorizada vulnera derechos de propiedad intelectual. Proponen registrar la voz como dato biométrico, siguiendo iniciativas similares en Dinamarca, y buscan transparencia y pago justo cuando se utilice su voz en IA.
La industrialización del doblaje ha comprometido calidad y condiciones: grabaciones apresuradas, copias audiovisuales malas que dificultan la labor —«la calidad es lo que menos interesa porque requeriría más tiempo», dice Mediavilla—, y la imposibilidad de que compañeros doblen juntos, antes fuente de energía y sincronía. La urgencia y el bajo costo han hecho del doblaje un proceso mecánico y agotador.
Pero la voz humana resiste, incluso reinventándose con redes sociales. Serrano confiesa que cuando entró en Twitter lo acusaban de sacrificar identidad, pero descubrió que esa era su manera de conectar con el público joven: «Tu consumidor está ahí… No podemos defender una profesión si la gente no sabe quién cojones somos». Esquivias comparte esa visión desde Instagram: «El anonimato nos perjudica».
El doblaje era “el arte de desaparecer”, como lo describe Mediavilla, servicio humilde al trabajo original. Pero cuando una estrella como Sigourney Weaver reconoce que su versión doblada le gusta más, la voz reaparece, poderosa, ineludible. Hoy, frente al embate tecnológico, el desafío es no sólo defender una profesión sino revalorar lo humano en cada matiz, emoción y vocación que una IA jamás podrá replicar. La voz poderosa presencia de quien la maneja no debe borrarse: es, justamente, lo que hace arte.
herles@escueladeescritoresdemexico.com