Me convenció la idea, expresada por unos amigos, de pasar unos días en el mar, “con pescados y mariscos regados con vino blanco”. Compré mi boleto con más de un mes de antelación, el 28 de febrero, a fin de anticiparme a la fiebre vacacional de la Semana Santa.
Iba a ser un vuelo de poco más de dos horas. El avión partía a las 10:55. Calculé que para las tres y media estaría regando los pescados y los mariscos con una copa de Albariño.
La noche anterior intenté sacar el pase de abordar por vía electrónica. No hubo manera: “Check-in no exitoso”. Un anuncio informaba que a la aerolínea no le había sido posible asignarme asiento, y que debía presentarme en el mostrador de Aeroméxico tres horas antes de la salida del vuelo.
No puedo negar, como dice aquella vieja canción, que entonces tuve el fuerte presentimiento de algo fatal. Al día siguiente madrugué. Sobre las ocho, con una pequeña maleta, crucé las puertas de la Terminal 2. Temía verla convertida en un campamento de refugiados, pero no fue así: aunque arrancaba el Jueves Santo, la terminal parecía sumergida en un día como cualquier otro.
Hice fila en el mostrador. Cuando llegó mi turno, expuse brevemente mi problema.
–Es que su vuelo ya está totalmente lleno, caballero –me dijo una señorita que no tenía muchas ganas de hablar con la gente, y que estaba absorta por completo en algo que aparecía en su pantalla.
–¿Cómo que totalmente lleno? –pregunté, con la esperanza absurda de que hubiera algún error.
La señorita respondió que la aerolínea había sobrevendido boletos, y lo que yo tenía que hacer era ir a la sala de espera y pedir informes en Atención a Clientes.
Apreté el paso con la esperanza de que fuera posible hacer algo. En Atención a Clientes había un joven sin muchas ganas de hablar con la gente, y que también estaba absorto por completo en algo que aparecía en su pantalla. Frente a él había una decena de personas con el rostro descompuesto: sus asientos habían sido ocupados por otros, y acababan de enterarse.
Expliqué que había comprado el boleto con un mes de antelación. El joven me dijo que la reventa de asientos era “una política de la aerolínea”, y me dio dos opciones: ir a esperar a la puerta por la que saldría mi vuelo, para ver si acaso podía ocupar el lugar de algún pasajero retrasado o con problemas de conexión, o esperar un vuelo que saldría dentro de seis horas, y en el que aún había lugares disponibles.
–Tengo el boleto desde hace un mes –repliqué–, ¿y me mandan a ver si algún otro pasajero tuvo problemas de conexión?
–Si gusta le puedo ofrecer un asiento en vuelo de las tres –respondió.
Pregunté qué posibilidades había de que algún pasajero tuviera problemas de conexión.
–La verdad, pocas –respondió sin dejar de mirar la pantalla–. Pero si gusta intentarlo… Si no lo logra, vuelva para darle un asiento en el vuelo de las tres.
Decidí intentarlo. Además de las personas de rostro descompuesto que había encontrado en la fila, ahora había en la sala muchas otras, de mirada ansiosa, que esperaban que las políticas de la aerolínea les dieran la oportunidad de abordar. Ningún pasajero tuvo problemas de conexión. De cualquier modo lograron abordar ocho personas, entre las que no me encontraba yo. Tampoco, un señor al que la aplicación de Aeroméxico había mandado a esperar a una sala equivocada y cuya cólera habrían cantado las musas.
El vuelo aquel lo despachaban un joven y una señorita que tampoco tenían ganas de hablar con la gente y que también parecían estar absortos en sus pantallas. Entendí que era una estrategia para que los pasajeros dejaran de alegar y aceptaran lo más pronto posible su destino. Algunas veces salía al revés, porque los más empecinados se encorajinaban.
El vuelo de las 10:55 se fue. Cuando por fin se dignó a mirarme, la señorita que acababa de despacharlo me dijo que ya no había lugares en el vuelo de las tres, sino en el de las 16:30. Repliqué que el joven de Atención a Clientes me había dicho que sí había lugar en el de las tres.
–Pues si gusta ir con él… Lo que yo le puedo ofrecerle es un asiento a las 16:30.
Repetí que me parecía injusto, habiendo comprado el boleto con tanta antelación. Me dijo que “tenía” que comprender que era temporada alta, y que si hubiera pagado para elegir mi asiento no tendría ahora este problema. Le dije que sin duda lo habría hecho, si alguien me hubiera dicho que era necesario.
–Es lo que le puedo ofrecer –concluyó, y me mandó de regreso a Atención a clientes. Ya había otra fila de gente atropellada a la que le habían quitado su asiento y a los que trataban como parias. Imaginarán ustedes el clima anímico que se respiraba.
Ya no estaba el joven del principio, sino una mujer cuyo rostro revelaba que en algún momento de su trayectoria profesional había perdido por completo el humor. De verdad, no exagero. Trataba a los clientes como a insectos, y tal vez para entonces ya todos lo éramos.
Ahí me dieron un pase de abordar, un vale de 350 pesos para comer en Starbucks y un bono de cinco mil para la siguiente vez que favoreciera a Aeroméxico “con mi preferencia”. Lo tomé con resignación. Le envié un mensaje a mis amigos: “Estoy contento porque ya pasaron los primeros 40 minutos de las seis horas que voy a estar aquí”. Luego me metí a un bar a leer y beber cerveza. Nada de pescados y mariscos: pedí una pizza Margarita.
Cuando al fin logré abordar, nos tuvieron una hora bajo el sol, y sin aire, esperando pista para despegar. Había niños que lloraban y yo casi lo hacía. No van a creerlo, pero arribé a mi hotel 13 horas después de haber llegado a la Terminal 2. Muerto de hambre y cansancio, pregunté en la recepción si tenían algún restaurante abierto.
Por fortuna había uno. Pero solo ofrecían pizza Margarita.
Me metí a un bar. Suelo quejarme siempre porque nunca tengo tiempo suficiente para leer. Pedí una cerveza y abrí “La muerte de Tolstoi”, un libro que cuenta cómo una ignorada estación de tren se convirtió en centro de la atención mundial durante seis días, los días en que tardó en morir el gran escritor ruso.
Nada de pescado y mariscos regados con vino blanco.