Hubo un tiroteo en Tlalpan a las 10:30 de la noche. Ese día, Alejandra “S”, policía tercero, patrullaba la demarcación desde las cuatro de la mañana, monitoreando las zonas de conflicto, los lugares solitarios, las partes altas donde hay menos gente y ocurren las peores cosas.

Alejandra fue policía, durante 12 años, en un estado de la República inmerso en las llamas del narco. Ser policía ahí tiene otra magnitud. Significa ver de cerca la violencia , vivir rodeado de sicarios, acordonar lugares donde hubo un enfrentamiento y quedó un reguero de muertos.

“Ver colgados, gente hecha ‘pozole’, ver cuerpos sin cabeza”, cuenta.

Ella quiso ser policía desde la adolescencia. La pareja de su madre era policía y Alejandra lo admiró:

“¡Guau! Policía. Eso quiero ser”.

Su madre y él se separaron, pero ella siguió con ese sueño. “Quería servir”, dice.

Tomó el curso obligado. Ahí tuvo conocimiento de algunas de las habilidades necesarias: “Aseguramiento de personas, manejo defensivo, primeros auxilios, uso de armas, tiro, defensa personal, acondicionamiento físico, detención y conducción…”.

Tenía 22 años cuando salió por primera vez a la calle. Ese día le tocó perseguir y someter a un “fardero”. “Estaba asustada, estaba yo sola, era mi primer evento”.

Desde la calle, le tocó ver la manera en que México se sumergió en la sombra. “Supe que habíamos llegado a lo peor cuando vi niños y jovencitos destazados. Eso me lastimó como madre, como mujer, como ser humano”, agrega.

A pesar de todo, no le tocó tomar parte nunca en un tiroteo.

Corrió suerte con eso.

Fue como patrullar una ciudad entre las balas.

Se fue de ahí “porque no había jubilación, ni pensión. Entonces decidí buscar otro horizonte”.

En ese horizonte se le apareció la ciudad de México. Cuando se dio cuenta ya estaba controlando el tráfico, como policía tercero, en Isabel la Católica. Se encontró más tarde a bordo de una moto. Y luego comenzó a patrullar.

“Las calles te enseñan a ver la vida”, dice.

Alejandra había dejado a su familia en su ciudad de origen. Veía de tanto en tanto a sus hijos. Cada día, al terminar su turno, miraba a sus compañeros salir rumbo a sus casas, con sus familias.

“Es triste. Yo no tengo esa oportunidad. Pero formar parte de esta policía, la mejor policía que hay en el país, es una forma de salir adelante, de darle a mis hijos algo mejor”.

A diferencia del lugar del que venía, la ciudad le pareció amable:

“Como policía no hay tanto riesgo como allá. Hay muchos choques, muchos accidentes. Ves atropellados. Ver atropellados o gente muerta en un choque fue lo más fuerte que me pasó”.

Pasaron tres años. Alejandra cumplió 37. “¡Ya me toca la vacuna!”, dice.

Y entonces llegó aquel domingo.

Ella y su compañero detectaron una camioneta tripulada por varias personas. Ya era de noche y se movía de manera sospechosa –cuenta–. Revisamos la bitácora y vimos que la unidad tenía reporte de robo. Se la habían robado esa misma mañana”.

Le marcaron el alto. Los pasajeros se detuvieron, se abrieron todas las puertas, los tripulantes, cinco o seis personas, echaron a correr en todas direcciones.

Alejandra se fue tras el que iba más rezagado. “Le grité ‘alto’, ‘detente’”. Lo que hizo él fue sacar un arma de entre las ropas y abrir fuego. Alejandra vio el destello, oyó las descargas.

“Sentí una adrenalina espantosa. Son momentos en los que hay que tomar una decisión en segundos. No puedes tener duda de lo que estás haciendo. Debes tener la cabeza fría y no dudar, no tartamudear”.

Prosigue:

“El otro me tiró y yo pensé: ‘Tengo quien pregunta por mí, tengo esos niños que anhelan que su mamá los abrace. Es complicado ser mujer, ser madre, ser policía, pero ya estoy preparada para eso”.

Entonces abrió fuego, y abatió al contrincante.

Pensó que cuando todo terminara sus compañeros volverían a sus casas, con sus familias. Ella también volvería a la suya, “triste por lo que pasó, pero orgullosa de servir, de ser policía

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