La jefa de gobierno Clara Brugada acaba de convocar a la creación de un nuevo escudo de la Ciudad de México. Afirma que el actual “solo representa una parte de la historia de la capital, la de ciudad virreinal”. Llama a crear otro escudo, “que represente la historia y la grandeza de México-Tenochtitlan”.
El escudo de la ciudad llegó a manos de Hernán Cortés en 1523. No existían aún los portales del Zócalo. No existía tampoco la Catedral, ni el palacio virreinal, ni la mayor parte de las calles de lo que hoy llamamos Centro Histórico.
En las actas más antiguas del Cabildo aparecen calles de las que solo queda una vaga memoria. La calle Real, la calle del Agua, la calle del Hospital, la calle de Juan Catalán, la calle de Jaramillo, la calle de los Ballesteros, la calle de la Guardia, la calle de la Celada, la calle de las Canoas, la calle de los Bergantines y “la calle perpendicular a la de Iztapalapa”…
Hacía solo dos años que había caído Tenochtitlan. No nacía aún la Ciudad de México. Los viejos templos eran solo montones de ruinas. El Templo Mayor aún se hallaba en pie. Junto a las ruinas prehispánicas estaban las casas de los conquistadores, levantadas “a casamuro” —es decir, unas junto a otras, como si buscaran protegerse entre sí, según describe el cronista Arturo Sotomayor—, y no quedaba prácticamente nada de la capital del imperio mexica que en 1519 le había parecido a Bernal Díaz del Castillo “las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís” por la grandeza de templos y edificios que se alzaban sobre el agua.
Cortés había enviado a España a Alonso Fernández Portocarrero y a Francisco Montes con la comisión de que, en nombre del “concejo, justicia, regidores, caballeros, escuderos, oficiales y homes-buenos de la gran ciudad de Tenonchtitlan” solicitaran a Carlos V un escudo de armas que la ciudad “pudiese llevar en sus pendones y poner en su sello”.
El 4 de julio de 1523 —acaban de cumplirse 500 años— Carlos V concedió un emblema “representativo del corazón de la ciudad y de su antigua grandeza”.
Cortés recibió el emblema, le compró cuatro varas de tela de damasco a Alonso Montes y Diego González —la tela costó 16 pesos— y le pagó un peso al primer sastre que hubo en la Nueva España, de apellido Portillo, para que lo confeccionara.
El escudo lo hemos visto todos, aunque Arturo Sotomayor protestó en el último tercio del siglo XX porque no conocía a un solo habitante de la muy noble y muy leal que pudiera reproducirlo de memoria, “ni describiéndolo ni dibujándolo”.
Recordemos: hay un castillo en el centro de un lago, rodeado por tres puentes y sostenido por las garras de dos leones. Dos de los puentes no logran tocarlo. Es un recuerdo de la situación lacustre de la ciudad y un alarde de su condición inexpugnable: por eso los puentes no pueden alcanzarlo. El escudo está orlado por pencas de nopal, que recuerdan los señoríos nativos: el paisaje que rodeó Tenochtitlan.
Los escudos de armas suelen estar rematados por un timbre o un emblema. Sin que se sepa por qué, el que Carlos V le concedió a la Ciudad de México, a través de su secretario Francisco de los Cobos, no lo llevaba. Según Martínez Sotomayor, “por alguna ignorada fuerza telúrica” el Ayuntamiento de la Nueva España, sin consultar a la Corona, decidió añadirle a manera de timbre la más connotada de las insignias mexicas: un águila posada sobre un nopal devorando a una serpiente.
El escudo permaneció así durante más de un siglo, hasta que en 1642 quedó al frente del virreinato el fanático obispo Juan de Palafox y Mendoza, quien consideraba las cosas del pasado como cosas del demonio. El recuerdo de “lo que usaban y veneraban los gentiles” lo escandalizó. Para que se viera “la pureza de la luz de la fe”, ordenó que desaparecieran del escudo “aquellas infames sombras”. Palafox afirmaba que era el demonio quien había señalado a los aztecas el sitio donde habían de fundar su ciudad. Sostuvo que “era bien apartar de los ojos de los naturales lo que tanto convenía quitarles del corazón”.
Se había desatado la guerra de las imágenes de la que habla Serge Gruzinski. Así que el tunal, el águila y la culebra fueron retirados. De hecho, se hizo quitar de los lugares públicos todo recuerdo del pasado indígena: de ese modo desapareció el águila que adornaba la pila de la plaza.
El escudo acompañó y presidió durante los tres siglos del virreinato la vida de la ciudad. De hecho, el decreto con que Morelos abolió la esclavitud y las castas se halla coronado por este emblema.
En el siglo XIX fue olvidado. Fue la revolución la que lo sacó del desván de los trastos inútiles, primero durante el gobierno de Francisco I. Madero y más tarde durante la gestión de Álvaro Obregón, donde quedó incorporado a la papelería oficial. Hoy se encuentra a la vista de todos en el tablero de azulejos que ilumina el antiguo palacio del Ayuntamiento.
Entre la ignorancia, el fanatismo y la ideología, los nuevos Palafox y Mendoza de la 4T han decidido llevarlo de vuelta al desván, ante una sociedad indiferente, cruzada de brazos, que les autoriza a quitarles todo, hasta el patrimonio: ya desaparecieron la estatua de Colón, ya le quitaron el nombre a la primera calle nombrada tras la Conquista (Puente de Alvarado). ¿Por qué no llevarse un escudo de 500 años que para colmo nadie es capaz de reproducir “ni describiéndolo ni dibujándolo”?
La solución estaría tal vez en el pasado: en devolver al escudo el águila azteca que el otro Palafox quitó, cegado por el fanatismo.