Abel Manuel Ortega Oviedo, venezolano de 29 años. El lunes a las tres de la tarde fue detenido junto a un semáforo, en una calle de Ciudad Juárez, por agentes de migración y de la policía municipal.

Lo acompañaban su esposa, su hermano, sus dos hijos.

Llevaban once días en Juárez, viviendo, relata él, “de lo que el pueblo mexicano quiere regalarnos”: agua, comida, ropa, cualquier ayuda económica.

Por una supuesta denuncia de gente molesta por la presencia de los migrantes en las calles –y en realidad, bajo el contexto de deportaciones expeditas empujadas por el Título 42 y llevadas a cabo desde hace varias semanas por el alcalde de Ciudad Juárez–, un grupo de agentes cayeron sobre ellos.

Era el día en que un centro de detención de migrantes ubicado en Ciudad Juárez iba a arder: el día en que, mientras los oficiales migratorios se ponían a salvo, al menos 38 migrantes que se hallaban hacinados tras las rejas, y encerrados con candados, morirían entre el humo y las llamas que el lunes en la noche consumieron un área del centro.

Aquella tarde, al hermano de Abel, Orlando José, de 26 años de edad, los agentes lo arrastraron hasta una camioneta. Al mismo tiempo, le gritaron a su esposa: “¡Móntate, móntate en la camioneta o te montamos!” –relata él.

Los subieron con maltratos y también con la promesa de darles un permiso para trabajar en las calles. Dice Orlando que el permiso era en realidad un documento que le obligaba a irse de Juárez antes de 30 días. A su hermano se lo negaron. Solo era “para la familia: mamá, papá, hijos”.

A Orlando José le quitaron sus objetos personales y las correas de los zapatos, y los metieron en una bolsa etiquetada con su nombre.

“Vimos cómo se lo llevaban tras las rejas. Mi hijo de cuatro años se puso a llorar. Uno de migración me dijo con burla: ‘No vale llorar’”.

“Nos dieron el privilegio de irnos porque cargamos con niños”, dijo Abel.

Eran las cuatro y media cuando Orlando José cruzó las rejas del centro de detención. 24 horas más tarde, Abel ignoraba si su hermano estaba vivo o muerto. “A esa hora dejé de verlo”, afirma.

Le habían dicho que a las cinco de la tarde del lunes varios migrantes serían trasladados a la Ciudad de México. No le informaron nada más. Una persona le avisó en el hotel donde se hospeda que el centro de detención se había quemado y que estaban sacando cuerpos calcinados de detrás de las rejas.

Cuando llegó encontró un panorama de horror. Cadáveres metidos en bolsas, así como flores, veladoras, banderas de Venezuela, gritos y llantos de migrantes que habían quedado varados en aquel sitio. Una verdadera sucursal del infierno.

En su “mañanera”, el presidente López Obrador despachó el asunto en un par de minutos. Atribuyó el incendio y las muertes a una protesta de los migrantes, quienes, dijo, habían prendido fuego a sus colchonetas. Después de clausurar el tema, pasó a otra cosa: comenzó a reír a carcajadas y a celebrar sus propios chistes.

Cientos de migrantes, mientras tanto, se agolpaban a las puertas del centro de detención –al que López Obrador se refirió como “un albergue”: no lo era–. Una testigo relató que a las diez de la noche había comenzado a salir “humo por todos lados”. Dijo que el personal de migración salió corriendo, y que “lo único que dejaron ahí adentro, encerrados, fueron a los hombres”.

“¡Justicia, justicia, justicia!”, gritaban.

Una mujer declaró: “No somos animales, somos seres humanos, tenemos el derecho de comer, tenemos del derecho de dormir, tenemos derecho a una vivienda, tenemos el derecho de una vida digna”.

Pero no había sido así. Los migrantes habían sido cazados y hacinados tras las rejas. Un video estremecedor se viralizó más tarde. Muestra la desesperación de las personas que se hallaban encerradas en el centro y no pudieron salir, no pudieron salir mientras el fuego crecía. Muestra cómo el personal migratorio no solo no actúo, sino incluso salió huyendo, dejando a los migrantes abandonados a su suerte.

En esos minutos siniestros, desde que comenzó el fuego hasta que todo se llenó de humo, no se activó protocolo alguno.

No se sabe aún quién tenía las llaves de las rejas.

Se desconoce si dentro del centro había siquiera un extintor.

Los responsables dejaron que se quemaran vivos 38 seres humanos. (“les abrieron a las mujeres y a los hombres no les abrieron”, relata un testigo”).

Al día siguiente, la respuesta fueron risas. La respuesta fue la queja del secretario de Gobernación, Adán Augusto López, no por la tragedia que había ocurrido, sino porque el video aquel se filtró, y el señalamiento de que, en realidad, por un acuerdo, los asuntos migratorios no se hallan a su cargo, sino al del secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard.

Desde hace meses, ONGs de México y Estados Unidos habían señalado el hacinamiento y la ausencia de protocolos en los centros migratorios de Juárez.

El lunes en la noche, la bomba que se venía gestando desde que estos centros se vieron rebasados, finalmente explotó.


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