Del Necaxa se decía que era el único equipo del futbol mexicano en el que los jugadores podían saludar de mano a sus simpatizantes.

Solo Don Ramón y Jorge Ortiz de Pinedo y el presidente Ernesto Zedillo y unos pocos más se sentaban a mirar los partidos de los Rayos.

Para los reporteros de la sección de Deportes de EL UNIVERSAL, que dirigía Ramón Márquez, era una tortura ir a los llanos inhóspitos de Cuautitlán Izcalli a cubrir los entrenamientos de un equipo que vivía de glorias tan remotas como aquel campo lejano donde hacían sus prácticas.

Fundado en 1923 en honor al río de Puebla que surtía de electricidad a la capital del país, el Necaxa había hecho época en los años 30, época en la que surgió una escuadra invencible, cuyos jugadores llegaron a acoplarse a tal grado que fueron conocidos como Los Once Hermanos y celebrados por su estilo de juego rápido, y de pases cortos.

Eran las mañanas luminosas de El Pipiolo Estrada, La Yegua Camarena, Antonio Azpiri, El Perro Ortega, La Calavera Ávila, El Ranchero Ortiz, El Chamaco García, El Poeta Lozano, El Moco López, El Chino Lores, Horacio Casarín y El Pichojos Pérez.

Eran también los días de gloria del Atlante y el Asturias, y de batallas épicas que un domingo culminaron, precisamente, con la derrota del Necaxa y el incendio del Parque Asturias.

Los Electricistas, un equipo de gran arraigo popular, cosecharon al hilo cuatro campeonatos y un subcampeonato entre 1932 y 1938.

El cronista Francisco Martínez de la Vega, que los había bautizado como Los Once Hermanos, llegó a llamarlos El Campeonísimo. Pero luego de aquellos años vino el abismo e incluso el título de Campeonísimo les fue expropiado en los años de ensueño del Rebañado Sagrado, las Chivas Rayadas del Guadalajara.

En 1943 el futbol mexicano se profesionalizó. Necaxa no estuvo entre los invitados al banquete. Llegó a Primera División de manera tardía, hasta 1950, y durante una década fue inocuo e inofensivo hasta que Antonio Mota, El Fu Reynoso, Pancho Majewsky, Carlos Albert, el segundo Pichojos Pérez, Dante Juárez, La Calaca González y El Loco Martínez, entre otros, le dieron el campeonato de liga y el Campeón de Campeones en 1965-66.

Como se sabe, los triunfos no continuaron y hubo un nuevo ingreso en la noche, que culminó en 1971 con la venta del equipo, que cambió de nombre por el de Atlético Español. Aunque este cuadro tuvo grandes jugadores y dio partidos extraordinarios, la afición necaxista no lo siguió. El Atlético terminó por salir del “máximo circuito”, como decía Ángel Fernández, en 1982.

Televisa adquirió el equipo ese año. El nuevo Necaxa se llenó de jugadores que eran desechados del América y estuvo a punto de descender en 1985.

Comenzó el desfile de técnicos: El Maño Ruiz y Roberto Saporiti. Este último llevó al equipo al liderato general del campeonato de liga después de una sequía de 55 años. La clave estaba en la llegada de dos jugadores que iban a volverse legendarios: Ivo Basay y Alex Aguinaga. Pero no llegaba el campeonato.

En 1992 el ídolo goleador Enrique Borja llegó a la presidencia de la institución e impuso como director técnico a Manuel Lapuente. La  historia del Necaxa tiene un antes y un después tras la llegada de este hombre, que andaba en las canchas desde 1964, cuando debutó como jugador del Monterrey y que después de pasar por Puebla, Atlas y el propio Necaxa, fungía como entrenador desde 1978 y había llevado a Puebla al campeonato en dos ocasiones.

En menos de un año Lapuente armó un Necaxa implacable. Tomó control del vestidor. Impuso a los jugadores una mística que recordaba a la de Los Once Hermanos. Con personajes que parecían de desecho —Ricardo Peláez venía del América, El Matador Luis Hernández del Monterrey, El Beto García-Aspe de los Pumas…—  formó un trabuco: una escuadra imposible de vencer.

Todavía me emociona recordar sus nombres. Además de los mencionados estaban El Cuchillo Herrera, El Picas Becerril, Ignacio Ambriz, Eduardo Vilches, Chema Higareda, Sergio Zarate, Nicolás Navarro, Adolfo Ríos y, desde luego, Ivo Basay y Alex Aguinaga —quien desde el medio campo armaba todo el juego.

De pronto (Alejandro Toledo puede dar fe de esto) ya no quedaba tan lejos ir a cubrir los entrenamientos del Necaxa en Cuautitlán Izcalli. Algo extraordinario estaba ocurriendo y detrás de eso estaba Lapuente.

“Si quieren espectáculo, vayan al circo”, decía el entrenador que introdujo el concepto futbolístico más letal de ese tiempo. Algo que llamaban “El Lapuentismo”. Ordenar el equipo de atrás para adelante a fin de formar un cerrojo infranqueable. Maniatar a los rivales. Aprovechar sus errores y resolverlo todo con un contragolpe.

La campaña 94-95 forma parte de las cosas que, como aficionado y reportero de Deportes, nunca voy a olvidar. Las Chivas terminaron como líderes de la tabla. El América de Leo Beenhakker despedazaba a sus rivales con la dupla formada por Biyik y Kalusha. En Cruz Azul, Carlos Hermosillo cerraba el torneo con 35 goles: algo que no se veía desde los tiempos del Dumbo López (1947-48).

Necaxa cerró en cuarto lugar. Despachó a Tecos y despachó a Chivas y para el 4 de junio de 1995 se enfrentó en la final con el Cruz Azul.

El Azteca estaba pintado de azul aquel día, porque solo Don Ramón, Jorge Ortiz de Pinedo, Ernesto Zedillo y algunos más estaban con los rojiblancos.

De la mano de Lapuente, sin embargo, Necaxa iba a conquistar el campeonato después de… ¿cuántos años? Comenzaba la década dorada de los Rayos, en la que casi conquistan el tricampeonato, y en la que todo cambió de la mano de aquel entrenador.

“Todos los niños de México le van al Necaxa”, diría Alex Aguinaga.

El nombre de Manolo Lapuente está ligado a la que ha sido tal vez la mejor generación de jugadores mexicanos. Lapuente sacó al Necaxa de la muerte y en Francia 98 conformó la que, a juicio de los expertos, ha sido la mejor selección mexicana de todos los tiempos.

En la oscuridad, la mediocridad que nos rodea, Lapuente será recordado como el autor de una década irrepetible, en imágenes que permanecen para siempre la memoria.

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