Hace un siglo, en 1925, los Contemporáneos se habían apoderado de un medio literario devastado por los largos años de la Revolución y entregaban a la imprenta un conjunto de libros deslumbrantes: los “XX poemas”, de Salvador Novo; “Reflejos”, de Xavier Villaurrutia; “Canciones para cantar en las barcas”, de José Gorostiza; “El trompo de siete colores”, de Bernardo Ortiz de Montellano.

Los representantes de “la literatura viril” los acosaban. Fue el año de la publicación en EL UNIVERSAL Ilustrado de “Los de Abajo”, la novela de Mariano Azuela, y de la feroz polémica sobre “el afeminamiento de la literatura mexicana”, en la que a los ataques de Victoriano Salado Álvarez un simpatizante de los Contemporáneos (El Vate, José D. Frías) respondió: “Salado Álvarez se empeña en vivir, y lo que es peor, en seguir escribiendo”.

Guillermo Sheridan recuerda, sin embargo, que en ese año crucial para ellos, los integrantes del “grupo sin grupo” se aburrían en las tardes abúlicas del Sanborn’s, en “la inmovilidad que, como plasta anestésica, había caído sobre la ciudad después del cambio de poderes” (Plutarco Elías Calles acababa de llegar a la presidencia). “Se ahoga uno. Ya no se respira”, escribía Villaurrutia. “¡Qué México, lo aburre a uno!”, replicaba Novo. “Este país, tan lleno de color y tan vacío de todo lo demás”.

Era el México en el que José Clemente Orozco, para dar clientela a su hermano, dueño de un café en la calle de Cuba —en lo que entonces se llamaba “Lírico Town” por la profusión de negocios, cantinas y cafeterías cercanas al Teatro Lírico—, decoraba los muros de este establecimiento con sus célebres “monotes”, figuras de corte popular que la gente entraba a mirar con admiración.

Sorprende la inmensa distancia entre el mundo electrizante de la cultura que registra EL UNIVERSAL Ilustrado, y el mundo que describen las páginas políticas de los diarios de 1925.

Llegué a la hemeroteca a seguir el rastro de Azuela y los Contemporáneos. Encontré la historia de la noche —8 de febrero de 1925— en la que un centenar de Caballeros de la Orden de Guadalupe irrumpieron en el viejo templo de Santa Cruz y Nuestra Señora de la Soledad, en el viejo barrio de La Merced, y exigieron al sacerdote Alejandro Silva, “con la autoridad del pueblo soberano”, que desalojara el recinto.

El padre se negó a hacerlo y lo sacaron cargando. En la calle, Silva le pidió ayuda a un gendarme. Los Guadalupanos le mostraron un papel y el gendarme confesó que no podía hacer nada.

Los invasores anunciaron que, al día siguiente, un sacerdote “ungido por el voto público de personas verdaderamente cristianas”, quien se hacía llamar El Patriarca Pérez, oficiaría la primera misa de una iglesia que se separaba del poder del Papa y dejaría de enviar dinero a Roma: la Iglesia Católica Apostólica Mexicana.

Pérez y sus allegados, entre otros el español Manuel Luis Monge y Antonio Benigno López Sierra (suegro de un dirigente de la CROM), llamaron a misa al día siguiente. Atraídos por el escándalo de la noche anterior, fieles y vecinos acudieron al templo. Según Manuel Rivera Cambas, los barrios que rodearon los templos de Santa Cruz y San Pablo fueron los últimos en rendirse durante la revuelta popular que siguió a la invasión norteamericana de 1847. Se habían equivocado al escoger el templo desde donde pensaban destruir el poder de la iglesia. Según EL UNIVERSAL, en cuanto Monge apareció vistiendo los ornamentos sacerdotales, una mujer le cruzó el rostro con una bofetada y luego se le lanzó a mordiscos.

Los sacerdotes cismáticos estuvieron a punto de ser linchados. Sus ropas quedaron hechas pedazos. Los Caballeros Guadalupanos tuvieron que rescatarlos pistola en mano. Llegaron gendarmes y soldados a caballo. El pueblo los apedreó. Aún más, comenzaron a dispararles desde las casas cercanas.

En el templo, las mujeres se arrastraban implorando perdón a la virgen; otras pedían que las mataran. Frente al altar un ciego abrió los brazos en cruz y dijo unas palabras que los periodistas no lograron escuchar pero que provocaron “gritos espantosos” e hicieron que se levantaran cientos de brazos con los puños crispados. Tuvieron que llegar los bomberos para dispersar a la turba a manguerazos.

Corrió la voz de que los cismáticos iban también por la Basílica, San Pablo, Santo Tomás y San Antonio Tomatlán. Ahí, los católicos montaron guardias permanentes.

Cuando al día siguiente el presidente Calles dio garantías al Patriarca Pérez para que oficiara misa, y la CROM de Luis N. Morones apoyó, en un comunicado, a los cismáticos, quedó claro que detrás de la nueva iglesia se hallaba el gobierno de Calles. El arzobispo Mora y del Río excomulgó a los cismáticos y llamó a que las autoridades eclesiásticas montaran una campaña de desprestigio contra estos, según relata Mario Ramírez Rancaño en su excelente libro sobre el patriarca.

México entero hirvió. Si al principio las mujeres de la Unión de Damas Católicas se abstuvieron, en protesta, de asistir a los espectáculos, pronto habría muertos en los principales templos de Aguascalientes, Tabasco y Querétaro. Esa Semana Santa las iglesias estuvieron a reventar. Calles comprendió que era imposible continuar con el nuevo culto en la Santa Cruz y le dio a escoger al Patriarca entre siete templos de gran relevancia histórica. Entre estos se hallaban San Agustín, Santa Teresa, la Encarnación y San Pedro y San Pablo. El Patriarca eligió Corpus Christi, en plena Avenida Juárez. Esto hizo que los católicos se enardecieran aún más.

Varios historiadores creen que 1925 fue el año que definió la presidencia de Calles y abrió las puertas de La Cristiada. Precisamente ese año se fundó la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa.

Ramírez Rancaño sostiene que Calles y Morones se espantaron ante una reacción que no habían calculado, y dejaron solo al Patriarca.

El culto languideció, hasta la muerte de este en 1931.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS