La madrugada del 16 de septiembre de 1985 bajé por última vez las escaleras del Hotel del Prado. Había ido con un amigo, en su viejo Volkswagen rojo, a alguno de los bares legendarios del hotel. Pedimos cubas y luego nos pasamos a la mesa de unas muchachas de la Ibero que habían ido a dar el Grito. Cenamos comida mexicana. Había mariachis y música en vivo. Ellas se pusieron a cantar. Mi amigo se fue en algún momento. Yo salí cuando prendían las luces al aire frío de la Avenida Juárez: la Alameda era solo un manchón oscuro.

Regresé a pie a mi casa, en la calle Amado Nervo. No sabía que era la última vez que vería la Avenida Juárez. Tal vez por eso no recuerdo qué decía la marquesina del Capri, en la esquina con Balderas: el maestro José Luis Martínez recuerda que, en ese sitio, inaugurado a fines de los años 40, se estaba presentando Mara Maru, una vedette de aire felino. La verdadera reina del Capri era, sin embargo, Mora Escudero, la de “Las piernas del millón”.

Tuve que ir años más tarde a la hemeroteca, para saber qué película se estaba exhibiendo en el cine Regis. Era “El vuelo de la cigüeña”, dirigida por Julián Pastor, y con un reparto que incluía a José Alonso, Pedro Armendáriz Jr., Rosalía Valdés y la sensual Elizabeth Aguilar.

De modo que pasé frente al Hotel Regis, que estaba por cumplir 70 años de servicio, y en cuya farmacia con fuente de sodas se juntaron diariamente en otro tiempo las grandes estrellas de la Época de Oro del cine mexicano. Pasé frente al Impala, la Taberna del Greco, el Salinas y Rocha y el edificio de la H. Steel. Sostiene el maestro José Luis Martínez que en la Taberna del Greco se presentaba un imitador de Javier Solís conocido como El Charro del Misterio. Yo recuerdo que todavía en los años 80 ahí tocaban con frecuencia Los Violines de Villafontana.

La siguiente vez que volví a la Avenida Juárez el reloj del Regis estaba tirado sobre una montaña de cascajo, con las manecillas detenidas a las 7:19. Había polvo y humo a lo largo de la calle y no quedaba prácticamente nada de lo que había visto apenas tres días antes.

El 18 de septiembre, la víspera del terremoto me fui a la cama lleno de angustia. La atribuí al pésimo café del Vips de Insurgentes y Puebla, donde nos juntábamos a hablar de películas un grupo de amigos. Al salir de ahí, pasadas las diez, acompañé a uno de ellos hasta su casa en Orizaba y San Luis Potosí, y luego me encaminé a la estación Centro Médico para transbordar en Hidalgo y de ahí seguir hasta la estación Normal. No sabía tampoco que era la última vez que iba a caminar por aquella Roma de caserones y palacetes misteriosos, prendida como con las uñas a un tiempo antiguo. Una Roma en la que recuerdo, rodeada de una luz que no volverá, cafés, bares, cines, librerías, heladerías que se convirtieron en mi segundo hogar.

En uno de los libros más entrañables que se han escrito sobre el terremoto del 19 de septiembre de 1985, El día que cambió la noche, José Luis Martínez recuerda la ciudad que en un solo minuto nos arrebató el sismo. Una ciudad que rutilaba en la noche y estaba alumbrada por la música: Olga Breeskin en el Belvedere del Hotel Continental, La Princesa Lea en el Can Can, Xavier y sus marionetas en el Catacumbas, donde los meseros se vestían como monjes y donde una vedette vestida de calaca bailaba entre monjas, diablos, calaveras.

En ese libro recuerda Martínez unos versos de José Emilio Pacheco:

“‘Nada es eterno’ era una simple frase, / pero nunca creímos / que nos tocaría ver el final de todo en segundos”.

No pude dormir. La programación televisiva terminaba a las doce con el Himno. Existía el Videocentro, pero a mi casa no había llegado la videocasetera. Me fue imposible leer. Casi estoy seguro de que logré cerrar los ojos cuando pardeaba el alba.

Me despertaron los gritos de mi hermana y el ruido del agua que a cada sacudimiento se salía de los tinacos. Nos quedamos sin luz y unos minutos después sin teléfono. Estaba muy lejano el terremoto que tiró el Ángel en 1957. Mi generación no le temía a los temblores. Uno de mis tíos tocó la puerta, demudado. La magnitud de lo que había ocurrido tembló en sus palabras. “La ciudad está destruida. Hay derrumbes por todos lados”.

Salí en una vieja bicicleta a recorrer las casas de familiares que habían quedado incomunicados. Fueron ocho o diez horas atravesando el infierno. En el Centro, la Roma, la Guerrero, la Doctores, cientos de edificios habían sido arrancados de cuajo. Sus piedras y varillas retorcidas asomaban brutalmente por todos lados. Había ruido de sirenas y gritos bajo los escombros. En todas partes olía a gas. Recuerdo que vi una foto de boda arrugada entre las piedras y gente parecía clavada en las esquinas con un semblante que no he olvidado, que no podré olvidar jamás.

Muchos años más tarde leí que tras el brutal terremoto de 1787 se prohibió a los cocheros que hicieran correr o trotar a las mulas, porque la vibración de las ruedas de los carruajes podría hacer que se desplomaran centenares de edificios que habían quedado dañados.

Esa sensación de que la ciudad pendía un hilo marcó los días que siguieron al terremoto del 19 de septiembre. El sismo que hace 40 años se llevó la ciudad en la que muchos crecimos.

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