Fue el 23 de junio de 2022, a las 10:30 de la noche, en San Miguel Ajusco, al sur de la ciudad de México. Axel Daniel González Ramos tenía entonces 16 años. Había abandonado la escuela para entrar a trabajar al taller de su abuelo, de oficio herrero. Esa noche, le pidió permiso a su madre para ir a ver a su novia. Llevaba solo dos semanas con ella. Su madre, Daniela Ramos, solo la conocía de nombre: Natalia.

No le gustó que Axel saliera a la calle tan tarde. “Pero vuelvo rapidísimo”, le dijo él. Quedó de estar de vuelta a las 11:30.

“Te voy a marcar. Contestas”.

Pasaron las horas y Axel no contestó. “No solía hacer esas cosas. Le hice mil llamadas. No hubo respuesta”.

La señora Ramos pasó esa noche en vela. A la mañana siguiente, viernes 24, salió a tocar las puertas de amigos y conocidos. Nadie lo había visto, no sabían de él. Con la angustia clavada en el alma, la madre de Axel caminó por San Miguel hasta Jardines de San Juan, una zona boscosa donde había oído decir que habían aparecido muchas víctimas de delitos. “Los asesinan y los avientan. Sobre a todo a las mujeres”.

A las tres de la tarde regresó a su casa para ver si Axel ya estaba ahí.

Fue una tarde infinita, “y la noche más”.

El sábado 25 tuvo que irse a trabajar en transporte público hasta Las Águilas: un viaje de cerca de tres horas. En la casa donde trabajaba como empleada doméstica le dijeron: “Esto no está bien, no es normal, amerita una denuncia”. La señora Ramos regresó a su casa. Todo seguía igual. Sus otros dos hijos (Axel es el de en medio) le dijeron que aún no había novedades.

Se dirigió entonces a la agencia del ministerio público cercana al Hospital General Ajusco Medio (una hora más de camino). Luego de una espera de dos horas, le dijeron que “ahí no le correspondía”, que tenía que ir a la agencia territorial de Topilejo. Eran ya las 9 de la noche. Ella es madre soltera, no tenía con quién dejar a sus hijos y decidió acudir al día siguiente, domingo 25. Después de otra espera de dos horas le dijeron que seguramente Axel se había ido de fiesta y que llegaría más tarde. Ella insistió e hizo el reporte.

Sin darle ninguna explicación, la enviaron al INCIFO. “Desconocía lo que era, no sabía dónde estaba, para qué servía. Ahí me di cuenta que era el sitio al que llevan los cuerpos de las personas muertas en accidentes, asesinatos, miles de cosas…”.

Le mostraron un álbum fotográfico repleto de muertos. “Esos álbumes ya son normales en mi vida –dice–, pero en ese momento fue muy difícil, muy impactante, no esperaba lo que iba a ver”.

En la fiscalía de desaparecidos le dijeron que no había llegado el reporte y no podían hacer el fotovolante respectivo. También le llamaron de Locatel para informarle que la búsqueda en hospitales y ministerios públicos no había dado positivos.

“Me hicieron dar vueltas cada tercer día en la FIPEDE de Isabel la Católica. Tuve problemas familiares, problemas laborales, perdí uno de mis dos trabajos, nunca estaban los licenciados o estaban muy ocupados. Nunca siguieron los protocolos necesarios en el caso de un menor de edad: activaron la Alerta Amber nacional un mes después de que Axel cumplió los 18”, explica.

A medio año de la desaparición, el expediente de Axel solo contenía la denuncia de su madre, el reporte correspondiente y algunos informes de que a él se le había buscado en ministerios públicos y hospitales. “No estaba la última ubicación de su celular, no estaba la sábana de llamadas. No tenían absolutamente nada”.

A Daniela Ramos le tomó seis meses llegar a la puerta de la novia de su hijo. La muchacha le dijo que Axel había estado ahí aquella noche solo unos minutos. Luego se había ido. No había vuelto a verlo ni a saber de él.

En enero de 2023 la señora descubrió en redes sociales una página sobre las cosas que estaban pasando en el Ajusco. Vio la publicación de una mujer que buscaba a un hermano, desaparecido un mes antes que Axel. “Me tomé el atrevimiento de escribirle, le dije que necesitaba ayuda, que estaba desesperada”. La mujer respondió de inmediato, le informó que un grupo de madres buscadoras subiría al Ajusco a explorar algunos puntos. La citó en el sitio donde familiares y autoridades iban a reunirse para iniciar la búsqueda. Le sorprendió encontrar ahí más de 70 familias. “¿Qué está pasando aquí?”, se preguntó. “Yo no sabía cómo íbamos a buscar. Iba en ceros. Pero ellos se acercaron, me explicaron”. Todas las historias se parecían. En ningún caso había resultados. Solo gente desesperada por saber qué había ocurrido con sus seres queridos.

Así llegó la señora Ramos al colectivo Una Luz en el Camino: se sumó a jornadas de búsqueda en parajes solitarios, de lunes a viernes, de 9 a 15 horas. “El Ajusco es un cementerio y el Estado no ha querido reconocerlo”, indica.

Ahora están por cumplirse tres años. Algunas veces, una llamada anónima revela a las buscadoras el punto donde deben buscar. De ese modo hallaron los restos de dos choferes de plataforma que habían sido reportados como desaparecidos. Otras veces, ellas acuden a las iglesias los días de celebración, llevando en las manos los llamados “buzones de paz”: cajas de zapatos forradas, en donde los vecinos colocan de manera anónima papeles con las cosas que saben sobre el Ajusco: en qué sitio hay huesos o jirones de ropa. Dónde han visto movimientos sospechosos o han oído decir que los criminales arrojan cuerpos…

“Lo que puedo decir es que a mi hijo nunca lo buscaron –dice– Los desaparecidos a nadie le importan, y a nosotras no nos toman en cuenta”.

¿Qué se puede agregar? Carlos Seoane recordaba ayer en las páginas de este diario que en 132 días del sexenio de Claudia Sheinbaum 5,187 personas han sido reportadas como desaparecidas.

¡132 días! Estremece pensar la magnitud de esta catástrofe silenciada.

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