“Para cada uno de nosotros el paraíso tiene su propia forma terrenal”, escribe el filósofo y escritor español Fernando Savater. Savater confiesa en un reciente y entrañable artículo publicado en The Objective que su paraíso, el Reino de los Cielos, estuvo alguna vez en el quiosco de periódicos que existía en las esquinas de su ciudad, y en el que se vendían las flores mayores para los niños de algún tiempo: los cómics, las historietas, los tebeos --como guste usted llamarlos.

“Iba al quiosco y entraba en arduas cavilaciones sobre cuántos y cuáles podía comprar con mi ascética paga semanal. Los básicos españoles de Bruguera eran inamovibles: el Capitán Trueno, el Jabato, el Cosaco Verde (…) Los héroes del oeste, por encima de todos Hopalong Cassidy, y además Gene Autry, Red Ryder, El Llanero Solitario…”.

En su época de oro en México, con tirajes de hasta 500 mil ejemplares a la semana, la historieta hizo leer y soñar a un país que antes no leía pero ni por equivocación. Savater lamenta que en la marea exterminadora que sacude los nuevos tiempos en los quioscos de antes no existen ya las historietas. Dice que ahora se venden ahí “encendedores, banderines, recarga de móviles, chuches…”.

En los puestos de la ciudad de México se han ido también esos extraños objetos del pasado. Ahora venden ahí chicles, cigarros, papas, refrescos, botellas de agua, billetes de lotería, tarjetas postales y cigarros sueltos…

He preguntado a los amigos de mi tiempo, David Aponte, Beto Román, Fernanda Monterde, Rubén Ruelas, José Manuel Valiñas y algunos otros cuál era el quiosco favorito de su tiempo, “el edén quiosqueril”. Todos recuerdan al menos uno y yo recuerdo la isla del tesoro que estaba frente al cine Cosmos.

Perdónenme por recordar estas cosas. La culpa es de Savater.

En 1908 Rafael de Lillo publicó en El Mundo Ilustrado “Las aventuras de Adonis”. Era una pequeña tira que narraba la conflictiva y graciosa relación entre un bulldog y su amo. Los diarios de entonces habían hallado la fórmula infalible de publicar “materiales importados” de los diarios estadounidenses para cautivar la atención de los lectores mexicanos. Armando Barta y Juan Manuel Aurrecochea dicen que a veces esos materiales llegaban con algún retraso, y que entonces al periódico El Heraldo se le ocurrió crear una historieta producida totalmente en el país. Con ilustraciones de Pruneda, Carlos Fernández Benedico creó “Don Catarino y su apreciable familia”. Don Catarino era un mexicano “patriota, astuto, valiente, hablador y pendenciero”: fue el primer héroe de las historietas nacionales y popularizó en la prensa las llamadas secciones de “monitos”.

A mí, que no me dejaban comprar historietas porque las “familias estrictas” de mi tiempo las consideraban una pérdida de tiempo, un distractor de los estudios, no me quedó más remedio, años después, que ir a buscar a Don Catarino a las hemerotecas. Pero la verdad no encontré nada del otro mundo.

El paso siguiente en la pasión de los lectores mexicanos por las historietas fue promovida por los grandes diarios. En 1927 Obregón gobernaba México y Hugo Tilghmann ganó en EL UNIVERSAL el primer premio en un concurso de historietas con una tira que iba a volverse un clásico de su tiempo: “Mamerto y sus conocencias”. Fueron los diarios los primeros que impulsaron un género que cada domingo enloqueció a una, a dos y varias generaciones --medio siglo después Novedades publicaba la sección Mi periodiquito, dedicada a los niños, repleta de Lorenzo y Pepita y otras indispensables tiras cómicas.

Para entonces había surgido una brillante generación de autores de tiras cómicas: Audiffred, Zendejas, Pruneda, Arhtenlak y el mismo Tilghmann. Ellos sembraron en México el veneno que a muchos nos hizo gozar y soñar.

Desde 1934 las historietas –Paquín, Paquito, Pepín, Chamaco- se fueron independizando de los diarios y se vendieron en los quioscos como productos independientes. En muy poco tiempo –“Diez centavos por media hora de placer”—se masificaron bestialmente. Lo que José Vasconcelos no logró nunca con sus Clásicos, lo consiguió en México la fiebre por las historietas. Panzá Piñón, Ricardín y el clásico de todos los clásicos, La Familia Burrón, de Gabriel Vargas.

En 1945 las historietas tiraban 4 millones de ejemplares cada semana. “Chamaco” vendía 700 mil cada día. 326 publicaciones se vendían en los quioscos entre 1934 y 1950. Para 1970 "se ofrecían" en la ciudad de México más de 700.

Había historietas que nos enseñaban los misterios del amor, del sexo y de la vida: Rarotonga, Lágrimas y Risas, Espejo de la vida.

Había otras que me hacían envidiar la vida de los niños que crecían en otra ciudad: La pequeña Lulú. Pero había también las que nos revelaban los misterios siniestros de la urbe que habitábamos: Tradiciones y Leyendas de la Colonia.

Escribí antes que a algunos de nosotros no nos dejaban leer los tebeos que sí leyó Savater. Yo iba algunos sábados a cortarme el cabello a la hora en la que el local –la peluquería El Bosque—se hallaba más congestionado por los parroquianos. Había ahí una mesa más maravillosa que las Mil y una Noches: estaba repleta de historietas que contaban, concentraban, acumulaban todo lo que en varios meses había llegado a los quioscos.

Qué placer comprar y leer historietas de contrabando, cuando los quioscos eran la isla del tesoro y nosotros Robinson salvados cada viernes.

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