El 21 de octubre de 2019 un colectivo de madres buscadoras arribó a Puerto Peñasco, Sonora. Una denuncia anónima les había indicado un punto que se hallaba sembrado de fosas clandestinas.
Al comenzar a excavar encontraron diez, “con quién sabe cuántos cuerpos”. Al frente del colectivo iba Ceci Patricia Flores Armenta: buscaba a dos hijos desaparecidos por el crimen organizado. Nadie, solo personal de la fiscalía del estado, sabía que ella se encontraba ahí. Las autoridades que las acompañaban se retiraron del lugar luego del hallazgo con un pretexto cualquiera (que unas patrullas se habían averiado en el camino).
Minutos más tarde llegaron, armados y encapuchados, varios integrantes de un grupo criminal. Preguntaron por ella. “Soy yo”, dijo Flores. “Tírense al suelo”, les ordenaron.
“Si me vas a matar, permaneceré de pie, porque yo no te debo nada. Yo estoy aquí porque tengo dos hijos desaparecidos y quiero encontrarlos”.
Les preguntaron quién las había mandado. Por órdenes de quién estaban allí. El líder del grupo les dijo que ahí estaban enterradas escorias de la sociedad: delincuentes, secuestradores, asesinos. “Todos los que están aquí es porque se lo merecen”, les dijo.
Flores respondió: “Sí, pero nosotras las madres no merecemos que nuestros hijos estén ahí”.
El jefe criminal les quitó los teléfonos. Flores replicó: “Allí vas a encontrar puros recuerdos, que es lo que me queda”.
Flores inició su búsqueda desde el año 2015, en que Alejandro, uno de sus hijos, fue “levantado” en Sinaloa, a las puertas de un Oxxo. Ese día le avisaron que la camioneta de este se hallaba a un lado de la carretera, con las portezuelas abiertas. No volvió a saber de él. El grupo criminal había ido por el jefe de Alejandro, que trabajaba en una planta de fertilizantes, pero andaba metido en asuntos oscuros. De paso, se lo llevaron a él.
En un relato dramático, por momentos sobrecogedor, y lleno de claroscuros, “Madre buscadora. Crónica de la desesperación” (Fondo Blanco Editorial, 2023), Flores narra cómo, ante la inacción de las autoridades, comenzó a preguntar en las calles y en las colonias por el paradero de su hijo. Algunas veces se hizo pasar por vendedora de dulces para poder moverse en territorios peligrosos.
Desde los días inmediatos a la desaparición de Alejandro, Flores se había sumado a un grupo de buscadoras. En los tres años transcurridos desde entonces había aprendido “a observar el terreno para encontrar fosas clandestinas; aprendí a utilizar el ‘vidente’ –la famosa varilla con la que nos guiamos para saber si la tierra ha sido removida recientemente–, aprendí a agudizar la vista y el olfato para rastrear un cuerpo en descomposición; aprendí a excavar fosas”, relata.
Un día recibió una llamada en la que le dijeron que por 120 mil pesos le podrían decir dónde estaba Alejandro. Flores se presentó en el domicilio adonde supuestamente iba a entregar el dinero. Pero no llevaba dinero. Solo llevaba su desesperación.
Con esa desaparición logró que el autor de la llamada, un joven con problemas de adicción, la llevara hacia San Miguel Zapotitlán. “Aquí lo entregué yo. Agarraron para allá… Yo sé que tu hijo está de aquí para allá”, le dijo. “Sí –escribe Flores–, pero ese de aquí para allá no tenía fin en el camino”.
Las buscadoras excavaron ahí durante un año. Nunca encontraron nada. Alfonso “N”, el hombre que entregó a Alejandro, fue reportado desaparecido poco después: otro fantasma que se esfumó.
La segunda pérdida ocurrió en 2019, en Bahía de Kino, Sonora. En ese sitio desapareció el otro hijo de Flores: Marco Antonio. Un grupo criminal se lo había llevado con otro de sus hermanos, Jesús Adrián. Flores recibió una llamada el 10 de mayo: “Le vamos a dar su regalo del Día de las Madres”. El regalo fue que solo Jesús Adrián regresó.
“Formemos un colectivo porque mi hijo ya no va a volver”, dijo Flores. Con seis mujeres, que pronto se volvieron cientos, formó el colectivo Madres Buscadoras de Sonora, uno de los 234 que hoy existen en el país.
El libro que recoge su experiencia como buscadora es en muchos sentidos desgarrador. Ella misma llegó hasta quienes se llevaron a Alejandro y a Marco Antonio, pero no ha logrado encontrarlos a estos.
En esas páginas aparecen las madres que murieron, mermadas y destruidas por dentro, sin haber logrado encontrar a los suyos. Están las madres y las esposas que fueron asesinadas por los cárteles para detener su búsqueda. Están las llamadas y los mensajes de amenaza, y también las llamadas y los mensajes que revelan la ubicación de fosas y crematorios clandestinos. Están las casas abandonadas, y los fraccionamientos vacíos y los baldíos repletos de muertos. Están los rincones oscuros de un país de adictos, de pobreza, de vendedores de droga, de ráfagas de metralleta a la medianoche –y a cualquier hora del día.
Está un país convertido en una tumba, en el que un solo colectivo, el de las Madres Buscadoras de Sonora, ha localizado en fosas más de dos mil cuerpos.
Pero sobre todo, está un país sin Estado. O mejor dicho, un país en el que el Estado existe solo en los discursos. Una crónica de la desesperación.