En septiembre de 1821 el Ejército de las Tres Garantías entraba a la Muy Noble Ciudad de México y en el centro de la Plaza Mayor se alzaba un símbolo infamante: la estatua ecuestre de Carlos IV, que pisoteaba con una de sus patas traseras, según la conseja popular, un águila y un carcaj: símbolos de la derrota, el sometimiento del imperio mexica.
La gente de la Nueva España llamaba a aquella estatua “El Caballito de Troya”, pues se decía que en su interior cabían hasta 25 personas. Además de las personas, a ese Caballito le cabían incontables anécdotas, como aquella que dice que su autor, el arquitecto y escultor valenciano Manuel Tolsá, perdió los dientes durante el proceso incandescente de la fundición.
Su colocación en el sitio más importante de la ciudad fue un acontecimiento. Los operarios tardaron cuatro días en llevarla desde el Colegio de San Gregorio al centro de la Plaza Mayor. El barón de Humboldt estuvo presente en noviembre de 1803, el día de la inauguración, y le impresionó la altura de la pieza que al proyectarse contra el azul oscuro de las montañas que cercaban la metrópoli producía “el más original de los efectos”.
Ese día, narra un cronista, la plaza estaba tan llena que “si se intentara meter en ella un alfiler no hubiese cabido”. En 1821, sin embargo, a la entrada del Ejército Trigarante el entusiasmo por El Caballito se había apagado: indignaba que estuviera dedicado a uno de los reyes más mediocres de España; indignaba que lo hubiera mandado a hacer uno de los virreyes más corruptos que pasaron por el Nuevo Mundo (Branciforte se quedaba con parte del dinero público que pasaba por sus manos: un día confiscó un burdel, que puso a trabajar para su beneficio), pero sobre todo parecía insultante que el ardoroso ejército independentista fuera recibido por un caballo colonial que estuviera pisando los símbolos del imperio mexica.
A alguien se le ocurrió cubrirlo de telas. Permaneció escondido dentro de una carpa de color azul durante la ceremonia de jura de la Independencia. En ese tiempo de euforia nacionalista, uno de los héroes de la Independencia y primer presidente de México, Guadalupe Victoria, propuso que se le fundiera para hacer cañones o monedas.
El resto de la historia es de sobra conocido: el historiador conservador Lucas Alamán intercedió en favor de la escultura y resaltó, en el alegato, sus cualidades estéticas.
Los suplicios de la dominación española se hallaban todavía a la vuelta de la esquina, pero don Guadalupe entendió. Accedió. Se acordó retirar de la escultura los símbolos infamantes (lo cual no ocurrió porque el águila no existía y el carcaj era el soporte de la pieza) y encerrarla en el patio de la Universidad, presa dentro de una reja y fuera de la vista pública.
En ese patio se hallaba una piedra que los hombres de otro tiempo tampoco habían querido ver: la escultura de Coatlicue, que les recordaba “el horroroso y sangriento” pasado azteca, y que fue descubierta por accidente en 1790, durante unos trabajos de nivelación de la Plaza Mayor.
Como en las novelas, pasaron los años. Exactamente 29. En 1852 casi toda la generación de la Independencia se había extinguido. Al alcalde Miguel Lerdo de Tejada le pareció un desperdicio que la que había sido la escultura más grande de su tiempo, hecha en una sola pieza, permaneciera enclaustrada en un patio. Propuso llevarla a unos kilómetros de distancia e instalarla en la entrada del Paseo del Bucareli (Reforma todavía no existía: había solo unos pastizales en los que hozaba el ganado).
El viejo “Caballito de Troya” se quedó en ese sitio, con todo y su carcaj, durante casi 130 años. Puede decirse que vio pasar desde la dictadura de Santa Anna hasta el gobierno de José López Portillo.
De la calandria al automóvil, se volvió un referente urbano. Adquirió carta de naturalización con Bellas Artes, la Torre Latino, el Monumento a la Revolución, el Ángel de la Independencia.
En 1979 se lo llevaron para que dejara pasar los autos. Hoy preside una de las plazas más hermosas del país, escoltado por Minería, el edificio Marconi, la mole imponente del Munal.
En 2013 una mala restauración a base de ácido, ordenada por el gobierno de la ciudad, causó a la superficie de bronce daños que fueron considerados irreversibles. Estalló a borbotones la indignación, el consabido clamor en los medios y en las redes sociales.
La pieza maldita de dos siglos atrás ahora era definida como un “hito”. El atroz trabajo de “limpieza” fue calificado como una “afrenta a la vida institucional”. Se citaron leyes de protección patrimonial, se convocaron expertos en conservación y restauración, se trajeron ejemplos de cómo el mundo había cuidado sus monumentos.
Queríamos tener de regreso, ya, en la plaza, al caballo maldito.
Las vueltas de la historia: 200 años después del Caballito estamos como al principio. Porque esto que estamos viviendo ya ocurrió. Ha ocurrido muchas veces.
200 años más tarde, alguien va a leerlo. Entonces moverá de un lado a otro la cabeza, y esbozará una risa burlona. O tal vez no.