El Servicio Exterior Mexicano, primera trinchera de México frente al mundo, encarna el espíritu de servicio, profesionalismo y lealtad del diplomático mexicano. En tiempos recientes no ha faltado quien, con una miope visión de estadista, se empeñe en minimizar la importancia de la política exterior en el desarrollo del país y de su participación como un actor destacado en el concierto de las naciones.

Sin embargo, es un hecho innegable que, en los dos siglos de vida de nuestro país como nación independiente, la diplomacia mexicana ha sabido enfrentar con firmeza los desafíos a su soberanía e integridad territorial, participar activamente en favor de la paz y la seguridad de las naciones y lograr el reconocimiento internacional de su acendrado prestigio. Infortunadamente, el desconocimiento de la vida y funciones del diplomático ha dado lugar a la noción de que sus actividades se reducen al goce de privilegios y actividades sociales, sin tomar en cuenta que el perfil del diplomático es el de una persona que requiere de formación, talento, experiencia y, sobre todo, vocación.

En efecto, es un error recurrir al favoritismo en la designación de agentes diplomáticos debido a que el diplomático requiere de una amplia preparación. Deberá conocer la historia de los Estados, su política, sus leyes y organización social, así como el Derecho Internacional, es decir, el conocimiento de los pactos o tratados que determinan las relaciones de los pueblos entre sí. Debe estar consciente de que una de sus principales funciones es la protección de sus connacionales y la defensa de sus derechos humanos. De igual manera, todo aquel que se interese en dedicarse al servicio exterior y ser un elemento del cuerpo encargado de poner en marcha la política exterior de su patria, debe saber escribir con gran pureza la lengua del país que representa y aplicarse en el conocimiento de los idiomas más importantes del mundo como son el inglés, el francés, el ruso, el alemán, el árabe y el chino. Debe además tener conocimientos del protocolo y de las buenas maneras, que también forman parte del bagaje de un diplomático, puesto que la carrera diplomática es eminentemente representativa y tiene como uno de sus objetivos proyectar una imagen digna del país.

El diplomático debe vestir correctamente, hacer uso de un lenguaje apropiado y comportarse como persona de distinción, precisamente para que se refleje la dignidad del Estado que representa.

Y es que la vida del diplomático no es un destierro dorado, es un proyecto vital que entraña satisfacciones y renuncias. En sus memorias, don Alfonso Reyes, intelectual de distinguida trayectoria de veinte años en el servicio exterior, comenta que “la labor del diplomático es toda abnegación y sacrificio”. Los fracasos se cargan siempre a la cuenta personal, y es un deber patriótico aceptar que así se haga. Los aciertos se abonan siempre a cuenta de los gobiernos, aunque se deban a sus representantes. Los diplomáticos, a cambio de algunos halagos de vanidad, que solo deslumbran al primerizo y al ligero, llevan una vida contra natura, de extranjería perpetua, hasta en su propio país, donde la ausencia prolongada los hace extraños, y están condenados por oficio a romper los vínculos cordiales que van creado por todas partes; renunciar periódicamente a las moradas donde ya se iban aquerenciando. Si la tierra es posada provisional para todos, para el diplomático lo es en grado sumo.

La actividad diplomática de México inicia en los albores de la independencia. Las primeras funciones del servicio exterior consistían en obtener el reconocimiento del Estado mexicano por parte de todas las naciones del planeta y, a pesar de que el país acababa de salir de una cruenta guerra civil, el gobierno se abocó de lleno a la tarea de establecer relaciones diplomáticas con las naciones recién independizadas de España, con los Estados Unidos y con las potencias europeas en el período que comprende los años 1821 a 1836. Ese año España reconoce al Estado mexicano. Sin embargo, no sería este el caso de los países que formaban parte de la Santa Alianza, como fue el del imperio ruso que tardó en reconocer al Estado mexicano hasta 1890. No obstante, el gobierno republicano de México logró detener la expansión rusa en California.

El intercambio de representantes diplomáticos entre los Estados Unidos y México se produjo en 1822, con las designaciones de Joel R. Poinsett y José Manuel Zosaya, respectivamente. Preocupaban al gobierno de México las intenciones de Washington respecto al destino de las naciones americanas, enunciadas en la doctrina Monroe y. por ello, la diplomacia mexicana concentró sus esfuerzos en garantizar la soberanía e integridad territorial. Las arduas negociaciones de la cancillería mexicana frente a la crisis de Texas, en defensa de los derechos históricos de México sobre ese territorio, constituyen otro episodio memorable de la política exterior del país. Pero el momento estelar de la diplomacia mexicana en el siglo XIX, fue su invaluable desempeño para restablecer la república. Nuestros representantes diplomaticos en distintos países se esforzaron por obtener el apoyo a la causa republicana y el desconocimiento del imperio de Maximiliano. En este entorno destaca la actuación de nuestro embajador en Washington, don Matías Romero artífice del apoyo, por parte de los Estados Unidos, a la causa del Benemérito.

Los principios de convivencia universal que rigen nuestra política exterior quedaron enunciados en la Doctrina Carranza: igualdad jurídica de los Estados, no intervención en los asuntos internos de los países, solución pacífica de los conflictos. Estos preceptos, que desde entonces son el sustento de la diplomacia mexicana, adquirieron rango constitucional durante el gobierno del presidente Miguel de la Madrid. Por otra parte, para garantizar el principio de no intervención, el canciller Genaro Estrada instituyó la doctrina que lleva su nombre sobre el reconocimiento de los Estados sin una declaración de jure, sino con el establecimiento de relaciones diplomáticas.

Larga es la lista de actuaciones memorables de nuestra diplomacia y ante la imposibilidad de referirme a todas solo me permito mencionar algunas: los acuerdos de Bucareli; el ingreso de México a la Sociedad de Naciones; la condena a las invasiones de Alemania contra Austria; el asilo a los españoles víctimas de la guerra civil; participación en las negociaciones para la creación de la ONU, particularmente en la Conferencia de Chapultepec y en Breton Woods; la iniciativa para la creación del Tratado de Tlatelolco, el proceso de Contadora y muchas más.

Estas reflexiones tienen por objeto dejar claro que la política exterior de un país no es un lujo ni tampoco un accesorio prescindible de las políticas públicas, sino un elemento central de cualquier estrategia de desarrollo y la promoción de los intereses nacionales.

Embajador en retiro y primer representante de México ante la Autoridad Palestina

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