Una secuela virtuosa del escándalo que generaron los plagios cometidos por la pasante Esquivel para hacerse de sus títulos académicos ha sido que la UNAM enmendase las circunstancias que permitían a algunos malos alumnos (y a algunos peores maestros) engañarse a sí mismos y a sus universidades cometiendo el acto más adverso a su razón de ser, el plagio académico, que es lo más substancialmente antiuniversitario que hay. Que esos malos alumnos y peores maestros sean minoría no disminuye, como se ha visto estos meses, el daño mayor que han hecho a la UNAM.
Pues bien, la semana pasada, el rector Enrique Graue, ante el pleno del Consejo Universitario (que las aceptó unánimemente) propuso una serie de reformas reglamentarias de variada índole para garantizar la integridad en los procesos para acreditar exámenes y, desde luego, el consecuente otorgamiento del título que, a su vez, legitima la posesión de una cédula profesional.
Van desde firmar el compromiso de conducirse con ética (al ingresar) hasta el riesgo de ver anulado el examen profesional y el título si se carece de ella (al terminar).
De ahora en adelante, el Reglamento General de Estudios incluirá confirmar la “autoría original” en cualquier tipo de evaluación. Los consejos técnicos y los comités académicos serán ahora garantes de la originalidad de los trabajos académicos presentados, los pasarán por el software, decidirán si una falta amerita una segunda oportunidad o si el plagiario debe ser sumariamente expulsado de la Universidad.
Quienes presten o reciban “ayuda fraudulenta”, y aún los tutores y maestros, tendrán responsabilidad en caso de no supervisar adecuadamente la integridad de los exámenes y tesis. Un detalle importante: por fin se termina con la práctica de que el director de una tesis sea también el presidente del jurado. Y otro más: el Tribunal Universitario, la Comisión de Honor y el Comité Universitario de Ética contarán con los recursos reglamentarios para vigilar y evaluar las nuevas condiciones y tapar lo que el rector llamó el “hueco legislativo” que impedía castigar a quienes burlaran la esencial ética que debe regir todo proceso educativo.
Goya.
El rector Graue se refirió a los “tremendos problemas” que ha vivido la UNAM estos días y advirtió con la debida energía que “nos pasó lo que pasó”, por carecer de “los mecanismos para manejar estas lamentables circunstancias”. Y obró en consecuencia, en acuerdo con el Consejo Universitario, con el rigor que debe tener la UNAM ante sus vicisitudes. La UNAM “no desea ni puede ocultar sus problemas”, como dijo hace años Jorge Carpizo al reconocer que tras sus fortalezas había debilidades. La UNAM enfrenta sus problemas porque está obligada, por su propia naturaleza, a vigilar siempre su conciencia universitaria.
“Nos pasó lo que nos pasó”, dijo el rector empleando la primera persona del plural porque, en efecto, esa afrenta a la ética nos afectó a todos. No mencionó directamente esa afrenta académica que regresó de 30 años atrás para poner en evidencia una debilidad que sufríamos pero que, por fin, se topó la fortaleza que habrá de enmendarla. No la mencionó pero todos la conocemos.
Porque, en efecto, lo que nos pasó nos afectó a todos los universitarios, menos a una que, en los hechos, rodeada de amparos, sigue ostentándose como universitaria y sigue impartiendo su cátedra: la que enseña que hacer trampa es redituable. Que esa cátedra tenga su salón de clase en la Suprema Corte de Justicia sólo le agrega al asunto el ingrediente absurdo.