Guardo en la memoria el abatimiento por el asesinato, hace 50 años, de Salvador Allende. Tomado de la mano de mi primer amor, escuchábamos en el radio la dramática narración de lo que iba ocurriendo. Nuestro coraje desolado era tan abrumador como nuestro desconcierto.

Lejos de Chile y México, en la Universidad de Harvard, Octavio Paz comenzó a escribir un extenso ensayo, “Los centuriones de Santiago”, que terminó el 28 de septiembre y publicó en el número de octubre de su revista Plural. Sigue siendo interesante su comentario sobre esa que le pareció ser, al mismo tiempo, una gran tragedia y una gran derrota.

Comienza, claro, con la ira contra los cuartelazos militares. “El continente se vuelve irrespirable”, escribe. “Sombras sobre las sombras, sangre sobre la sangre, cadáveres sobre cadáveres: la América Latina se convierte en un enorme y bárbaro monumento hecho de las ruinas de las ideas y de los huesos de las víctimas. Espectáculo grotesco y feroz: en la cumbre del monumento un tribunal de pigmeos uniformados y condecorados gesticula, delibera, legisla, excomulga y fusila a los incrédulos.”

Estaba furioso también con los amos del mundo: mientras Nixon en Estados Unidos se lavaba las manos llenas de sangre y Bréznev, en la URSS, inauguraba “nuevos hospitales psiquiátricos para disidentes incurables”, escribe, “los generalitos latinoamericanos hacen otra de las suyas”. Los rusos aplastaban a Checoeslovaquia en nombre del marxismo, y los estadounidenses a Chile en nombre del antimarxismo, ambos con el compartido propósito de demostrar que “la democracia y el socialismo son incompatibles”.

Sí, la rebelión de los centuriones nos recordó a los mexicanos la de Victoriano Huerta contra Madero, pero también nos advirtió contra los militares empeñados en afianzar un “estado corporativo” de dirigismo económico y populismo a las órdenes de un jefe absoluto (es decir, el fascismo). La alternativa debía ser buscar, por medio de la democracia, un sistema sin los extremos del capitalismo desbocado o el socialismo burocrático.

Lo importante era buscar una izquierda capaz de vacunarse contra todo radicalismo, una que dejara “sus tendencias inconscientes al suicidio”, que aceptara que la democracia es el ingrediente imprescindible del verdadero socialismo; un camino lento pero seguro, sin los estrépitos improductivos de una política económica que, como la de Allende, no calculó los límites propios de un país subdesarrollado y con un solo producto de exportación.

Otra cosa interesante (y aquí es donde la historia debe ser nuestra maestra, como nos lo exige nuestro Presidente) es que, no sin reconocer a los “formidables enemigos” que enfrenta la izquierda latinoamericana, Paz criticase que el proyecto de la Unidad Popular en Chile hubiese “convertido a su aliada natural en este periodo histórico, la clase media, en su adversaria,” una tontería que, a su parecer, derivó del “carácter geométrico y absoluto” de sus programas sociales y económicos.

Había que entender lo sucedido en Chile, pero responsablemente, no con las recompensas de la pura, indignada protesta, esa emoción fácil que es una política de corto plazo. Es esencial analizar los hechos con y desde la crítica. No hacerlo, opinó, “es renunciar a la tradición que fundó el pensamiento revolucionario y abrazar, ya que no las ideas, los métodos intelectuales del adversario: la invectiva, la excomunión, el exorcismo, la recitación de las autoridades canónicas”.

Abrazar eso es lo que, a la larga, le abre la puerta a los centuriones...

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