Obligado por la convalecencia, repito un viejo comentario con el cual celebraba un aniversario de Gabriel Zaid. Pero no voy a elogiarlo. Podría ofender su estricta discreción, traicionar su crítica a la celebridad, los truculentos mecanismos de la cultura del elogio y su consecuencia: la perra fama (algo que Zaid ya hizo, además, con buen humor y adecuado análisis). Una perra que, en el caso de Zaid, no ladra ni a la inversa: su fama, que carece de ella, lo ha llenado de lectores en todo el mundo.
En aquel ensayo “Sobre la producción de ensayos rimbombantes”, por cierto, aparece una faceta de Zaid que suele deslumbrarme: la confección de proyectos inauditos. Como el nuestro es “un país hambriento de elogios, la producción de elogios no da abasto” y requiere ya de una modernización. Para ello propone la creación de una máquina ad hoc que se encargaría de producir elogios automáticamente. No la describe Zaid, pero yo la imagino de vapor y ruidosa: se rellena de betún y laurel, oropel y paspartú por un lado y, entre tremendos trompetazos, lanza por el otro cataratas de gloria sobre las altas cabezas.
Desde luego, otros proyectos de Zaid, más practicables, sí han actuado sobre la realidad, por ejemplo sus ideas sobre fomento de la cultura y a las artes o sus ideas para democratizar la lectura. O sus ideas económicas —lecciones de sentido común contra las que se vacuna el instinto barroco nacional—, como aquella que critica que la lucha contra la miseria consista en subsidiar empleos (o la falta de ellos) en vez de promover medios de producción baratos (máquinas de coser, apiarios, bicicletas, piscicultura, hortalizas) “que se pagan solos rápidamente y ayudan a salir de pobres a los que trabajan por su cuenta” (La economía presidencial, 1987).
Sus proyectos literarios —como su Ómnibus de poesía mexicana (1971) y su Asamblea de poetas jóvenes de México (1980)— han funcionado a la vez para la poesía y para la creación de lectores. Junto a ellos, concibe otros, fantásticos y prácticos a la vez, como el “Proyecto de pájaros” que aspiraba a crear “una enciclopedia virtual de todos los pájaros del planeta”. O aquel en Cómo leer en bicicleta (1975) que proponía “recoger todas las canciones de arrullo (letra y música) que cantan todas las tribus del planeta”, y que luego podría aumentar con las canciones de boda. Los inventarios básicos de la materia prima que define al alma humana: el trino, la madre y el sueño o el beso.
Tampoco voy a elogiar que todas estas ideas, y muchas más, sucedan con tal frescura y buen sentido del humor. ¿A quién más, por ejemplo, se le habría ocurrido postular —y demostrar— que el existencialismo “puede leerse como una filosofía para gerentes”, toda vez que se basa en el cálculo de pérdida/ganancia? O aquella idea que me encanta (La poesía en la práctica, 1985): crear el diccionario de palabras que no existen útil para hacer jitanjáforas o bautizar medicinas…
Así pues no elogio a Gabriel Zaid: me elogio a mí mismo por haber merecido su amistad, su consejo, a veces sus regaños, y hasta el privilegio de polemizar (y fuerte) con él. Me elogio por leer sus ensayos contra la desmesura, contra el regusto presidencial por las iniciativas faraónicas, por aprender de su crítica literaria y por mi asiduidad a sus poemas, de los punzantes y breves hasta aquel viejo favorito, la “Fábula de Narciso y Ariadna” (1958), juvenil prestidigitación en sextinas reales —prima de la “Fábula de Equis y Zeda” de Gerardo Diego—, dedicada al Pequeño Larousse Ilustrado, lleno de estrofas tan luminosas como:
Es el amante aquel que nunca quiso
abrir la sucursal de su sollozo,
siempre buscando el tono más preciso,
piedra tras piedra interrogando al pozo,
que mientras da su nota dilatoria
la misma letra escribe de memoria…
Elógiese, lector, leyéndola completa.