Hablé la semana pasada sobre hacerse viejo (pues pronto cumpliré tres cuartos) y las curiosas melopeas que provoca en quien nos aborrece: un vaso amargo que se llena lo mismo de odio sincero que de lástima altanera. Yo argumenté —siguiendo un poco al enorme Séneca que escribió De senectute— que el verdadero odiador de viejos debería suicidarse para escapar de lo que teme y dejar así constancia drástica de su honestidad valiente. Pero, en fin, como dice la sabiduría popular, la vejez es un crimen que se paga con la vida…
Evoqué también a T.S. Eliot, cuyo “Prufrock” dice, en su divertida y melancólica canción de amor, “I grow old, I grow old. I shall wear the bottoms of my trousers rolled”. ¿Por qué al envejecer conviene enrollarse los pantalones? Pues para no mojarlos al entrar a la laguna Estigia y treparse a la barca de Caronte, el gondolero que conduce al más allá. Pero, y si ya estás muerto, ¿qué más da que se mojen? La clave irónica es que sólo siendo viejo se entiende el verso… (O sólo siendo Eliot, que lo escribió antes de cumplir 30 años…)
Y mencioné al Neruda que, en su “Oda a la edad”, sentencia tajante: “Yo no creo en la edad” y luego sostiene que los viejos traemos a un niño en los ojos y que los niños a veces miran “como ancianos profundos”. Un buen poema lánguido. Que la vida se mida “por metros o kilómetros o meses” le parece irrelevante: la cosa es llegar al momento en que “en vez de caminarla por encima/ descansemos debajo de la tierra”. Sí, la vejez es otra cosa, “un manto mineral, una ave planetaria, pero no una medida”. Hay que subir a la barca de la muerte por “una escala pura/ con peldaños de aire” y con un “traje sinceramente renovado/ por longitudinales primaveras”. Y eso que Neruda lo escribió recién cumplidos los 50…).
Y era inevitable convocar a don Francisco de Quevedo que, estoicamente, lamenta en su Virtud militante que “hoy cuento yo cincuenta y dos años, y en ellos cuento otros tantos entierros míos. Mi infancia murió irrevocablemente; murió mi niñez, murió mi juventud, murió mi mocedad; ya también falleció mi edad varonil. Pues, ¿cómo llamo vida una vejez que es sepulcro, donde yo propio soy entierro de cinco difuntos que he vivido?”.
Y Quevedo se responde (¡Ah, de la vida!) con el inventario de achaques que los viejos repasamos cotidianamente: “Hanme desamparado las fuerzas, confiésanlo vacilando los pies, temblando las manos; huyóse el cabello, y vistióse de ceniza la barba; los ojos, inhábiles para recibir la luz, miran noche; saqueada de los años la boca, ni puede disponer el alimento ni gobernar la voz; las venas, para calentarse, necesitan de la fiebre; las arrugas han desamoldado las faciones; y el pellejo se ve disforme con el dibujo de la calavera que por él se trasluce. Ninguna cosa me da más horror que el espejo en que me miro: cuanto más fielmente me representa, más fieramente me espanta.”
Y, por último, mencioné a Octavio Paz, que, rondando la cuarentena se pregunta “¿No hay salida?” y se contesta: “Pasó ya el tiempo de esperar la llegada del tiempo, el tiempo de ayer, hoy y mañana,/ ayer es hoy, mañana es hoy, hoy todo es hoy, salió de pronto de sí mismo y me mira,/ no viene del pasado, no va a ninguna parte, hoy está aquí,/ no es la muerte —nadie se muere de la muerte, todos morimos de la vida—,/ no es la vida —fruto instantáneo, vertiginosa y Lúcida embriaguez, el vacío sabor de la muerte da más vida a la vida—,/ hoy no es muerte ni vida, no tiene cuerpo, ni nombre, ni rostro, hoy está aquí, echado a mis pies, mirándome.” El tiempo…
Y cada punto suspensivo es un pálpito del corazón…