El horror vivido la semana pasada por el pueblo laguense, que es el compartido horror de todos, me lleva a recordar un lado luminoso. Lo evocaré en un afán de, sin dejar de vivir el horror, revivir un episodio compensatorio en favor de esa población alteña y prudentemente altiva.
Y es que ahí en Lagos de Moreno sucedió hace más de un siglo un verdadero milagro literario. Más que un milagro, fue un logro excepcional: que hubiera en un pequeño poblado una vida literaria intensa y de elevada calidad, reflejo de sus habitantes. No es poca cosa si se considera que por 1905, Lagos de Moreno tenía menos de 10 mil habitantes y era apenas un pequeño satélite en la órbita de Guadalajara que, a su vez, vivía su peculiar mecánica de atracción y repulsión ante el hoyo negro de la capital.
Fue asombroso que en esos tiempos una decena de hombres y mujeres laguenses se organizasen como “anónima sociedad” para leer y escribir literatura y discutir ideas. Uno de ellos adquirió fama, el poeta boticario Francisco González León, que, por la precisión de sus tonos y su hermoso vocabulario, fue determinante para la educación poética del joven Ramón López Velarde. Otro, el alto narrador Mariano Azuela, se convirtió en un imprescindible clásico mexicano. Un miembro aleatorio del grupo, Federico Carlos Kegel, escribió una zarzuela, En la hacienda, que luego inspiró Allá en el rancho grande, con la que México debutó en el cine sonoro...
Estos laguenses se educaban en las escuelas y liceos de su propia, pequeña villa, y luego partían rumbo a los seminarios conciliares para después ir a las universidades, graduarse (como Azuela en medicina) y regresar al pueblo a practicar sus profesiones, fundar familias y formar a otros. Y después, como Azuela y López Velarde, sumarse a la rebelión maderista, acabar arrastrados por el vendaval de la revolución y terminar emigrando a la capital con sus familias a cuestas.
Hoy suena increíble que una población tan pequeña como Lagos fuese capaz de generar una vida cultural tan suficiente, vivísima, muy alejada del imaginario tedio mental que las capitales centralistas adjudican a la provincia. Había en Lagos dos librerías al día en la distribución de libros y revistas de México y Europa; además de escritores e historiadores tenía imprentas para publicar libros y revistas que vivían de su propia población y las vecinas (lo que explica que un joven de Zacatecas publicase su Elogio de Fuensanta en una de sus tres revistas). Tenían público para sus “Ocios literarios”, como llamaban a sus tomos antológicos, y para su Biblioteca de Autores Laguenses, que publicó trece libros. (Sobre todo eso y más hay una buena tesis doctoral legible en línea, Escritores de una ciudad encantada: el grupo literario laguense de 1903, de Irma Estela Guerra Márquez.)
El caso de Lagos fue de tal modo ejemplar, que llevó a López Velarde a proponer que “el arte que se desarrolla en ese rincón de Jalisco, no es, como la modestia de los amigos lo teme, el interminable croar de las ranas, sino un esfuerzo sensato y fructífero que, de intentarse en las distintas comarcas del país, nos llevaría no tarde a la integración de la cultura literaria nacional.”
Ese sueño no sólo evadió la realidad, sino que hoy está más alejado que nunca. Igual que Jerez en Zacatecas, hoy Lagos en Jalisco es otro más, otro “edén subvertido” en el cada día más triste y abundante catálogo de lugares con “la esperanza deshecha”, en cuyos muros ya no escribe la fusilería el paso de los ejércitos en pugna, sino la amarga definitividad del mal.