Cuando llegué a los 60 años de edad escribí una “elegía del neovejete”, pues recién había cruzado esa medición y declaré, ufano, encontrarme en la flor de la senectud. Bueno, pues han pasado los años “lentos como paquidermos” (dice Neruda) y ahora me hallo en el umbral de una nueva medición, una mucho más drástica y contundente en tanto que ya no se mide en unidades, sino en enteros, mitades y cuartos.
En días como estos, en los que hay que cuidarse de no cometer “Violencia Política de Género” ni nada parecido, extraña que no exista la categoría “Violencia de Número”, que se practica con mayor tenacidad y, desde luego, de manera impune. Agredir, minimizar, violentar, insultar y, desde luego, estereotipificar a los viejos, es lo más común y acostumbrado: si se es viejo se es tonto, imprudente, necio, refunfuñante, latoso, etc. ¿Existirá un Tribunal Electoral que censure a los gerontofóbicos y los obligue a disculparse 30 días y pagar las multas respectivas? Pues a fin de cuentas insultar “vejetes” es un fascismo en semestres, un racismo con carátula y un clasismo de calendario.
Las siempre anónimas tropas de infantería del cobarde bañagatos aúllan loas a los “ancianos venerables de la tercera edad”, pero a la vez chillan que el “enemigo” es viejo, vejete, decrépito, senil, carcamán, alzheimer o antediluviano, todo adjetivado con sinónimos de mierda, que es para lo que les alcanza la pícola sesera. Que luego de largar la retahila escondan su nombre los evidencia como cobardes, una cobardía que tiene más mérito que la ancianidad que odian, como si carecer de la edad de quien insultan fuese una proeza personal suya y no una veleidad de la cronología. Pero su ruidoso tribunal siempre dicta sentencia: es usted culpable de haber cometido vejez.
Regreso a mi elegía, cuando escribí que hay quienes juzgan que la edad de una persona amerita (pre)juicio sumario; como si de esa persona dependiese la elección de la edad; como si cumplir años fuese flagrante delicto. Sí, es intrigante que abunde compatriotaje para quien envejecer es una falla biológica o un defecto moral o una forma de autosabotaje. Pero además de cobardes son incoherentes, en tanto que aborrecen algo a lo que aspiran. Es decir, aborrecen a los ancianos, pero desean llegar a ser uno. Si fueran coherentes, luego de insultar a un viejo, su única alternativa sería cometer suicidio instantáneo como constancia de veracidad, pues cada minuto que sobreviven, al envejecerlos, los acerca más a lo que más abominan.
Y no, no es agradable envejecer, siempre y cuando se limite al cuerpo. El desfile de achaques y dolores no siempre sucede en los Campos Elíseos. Las cataratas en los ojos y las rocas en los riñones lo convierten a uno en un paisaje móvil. Lo describí un día: ahí están la guerra y la paz con la glucosa, la rebelión en la granja de la próstata, el por quién lloran las campanas de la presión arterial, el con novedad en la frente de los hematomas, el tiempo perdido de los divertículos y el crimen y castigo de los huesos percutivos. Cuando en las febriles redes se me acusa de decrépito, celebro que los cobardes sepan de etimologías: sí, los esqueletos crujen y no siempre en parejas, como deseó López Velarde.
Los poetas ante el arte de envejecer… T.S. Eliot, Francisco de Quevedo, Alberti, Octavio… La continuaré para festejar mi feliz cumpleaños a mí… Por lo pronto, “venciendo del tiempo los rigores” ( como dice Sor Juana) en todo día que vivo hay dos instantes luminosos: uno durante el cual nadie hay en el mundo más viejo que yo, y otro en el que nadie es más joven...