Aterido, amargamente desconcertado, acompaño en la sombra a mi amigo el poeta Julio Trujillo, quien optó por “caerse en sí mismo”; que decidió ampararse en el abrazo del “Dios salvaje” que describió A. Alvarez en su libro sobre los poetas voluntariamente muertos. Qué pena. No recuerdo ahora quién dijo que el suicidio era el único acto de verdadera libertad que podía cometer una persona. ¿Quizás Albert Camus en El mito de Sísifo? Es un apotegma impactante y lo respeto, pero sin entenderlo ni abarcarlo. Así pues, disculpadme, que estoy de luto; que estoy “umbrío por la pena, casi bruno, porque la pena tizna cuando estalla”, como escribió alguna vez Miguel Hernández. Parafraseo, pues, un ensayo extenso que figura en mi libro Paralelos y meridianos:

Conocí a Julio cuando publicó, hace casi 40 años, su primero de muchos libros, Una sangre, libro excepcional que le otorgó voz de solista entre el coro de mi generación, junto a José Luis Rivas, David Huerta y Elsa Cross, entre otros. Descubrí que, más allá de mi instantáneo afecto de lector hacia esos versos, mi entusiasmo se debía no tanto a mi simpatía de lector, sino a la revelación de mí mismo que esos versos me prodigaban, es decir, a lo que la poesía de Julio leía en mí.

No es frecuente que la aparición de un libro primero se aleje de lo primerizo y nos coloque ante esa disyuntiva: “¿Estoy leyendo esta poesía, o esta poesía me está leyendo a mí?” En el segundo caso esa es una respuesta que se reserva para los clásicos; en este caso, a un joven que desde su primer libro tira su moneda en el laborioso terreno, riguroso y original, de lo clásico. Y, muy en especial, a una resonancia mexicana en ese clasicismo, con sus particulares meandros y peculiares curvaturas.

Tratar de asemejarse a Xavier Villaurrutia, a Gilberto Owen o a José Gorostiza exige poco: cualquier poeta bisoño con relativo esmero puede convocar a la equívoca diosa de la imitación. Más difícil que desdeñar una tradición traicionándola, es fortalecerla, agregándole riqueza sin disonancia, una tonalidad que modifique al coro a fuerza de subordinársele. Creo que Julio lo hacía y muy bien.

Era la suya la forma extrema de una libertad subordinada a la pericia para hacerse de un timbre, un color, un aura distintiva: la singularidad lograda a fuerza de elegir una sumisión. Pocos poetas han asumido esa rara responsabilidad, la de expresarse no tanto bajo la garantía de la libertad como en los álgidos confines de su rigor. En tiempos posmodernos y convencionales en los que cualquier mueca pirueta o hipo reivindica su derecho a suponerse danza, pintura o poema, Julio prefirió, como Gilberto Owen, encadenarse al orden.

La imaginación fue quizás su primero y más ostentoso signo: fresca, calculadamente equilibrada entre lo inesperado y lo necesario, su imaginación revelaba a la vez a la cosa, al que la mira y al que la lee en un escenario clásico.

Dice por ejemplo del mar, en el primer poema del libro: “Monta en su blanca cólera / hermoso e ignorante”, recordándonos al agua de Gorostiza —uno de sus maestros— que “se ahoga en un vaso de agua”, y dice del mar: “Mar adentro, el mar se bate con el mar. / Rompe sus olas/ en la espalda de sus olas”.

Y concluye:

El mar clama un continente.

Anda buscando sus contornos,

urge desembocar

sus lóbregas arterias,

mirarse de perfil,

ceñirse un cinturón

de arena.

Así lo hizo. Como concluyó Julio ese poema decidió concluir su propia vida, encontrando, seguramente, su propio contorno.

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