Comenté la semana pasada —ante el video en que narra sus hazañas en un juego de beisbol que sólo existía en su cabeza y que ganaba con un potente jonrón— que El Supremo tiende al copretérito lúdico, ese tiempo verbal imaginario al que se meten los niños: “Que yo era el héroe del juego y lo ganaba y era ovacionado”.

¿En qué medida, cuando dice “que yo era el mejor presidente”, vuelve El Supremo a ser ese niño? El exceso de propaganda de sí mismo ya provoca lucubraciones sobre su estabilidad psíquica. Es que está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, como decía de Dios el vetusto catecismo. Más de dos horas diarias, ocho horas semanales que son ya una jornada laboral; cuatro días de cada mes, 50 días al año: un mes y medio al año en su pantalla diciendo “que yo era sabio y bueno y honrado como nunca nadie lo había sido”.

Es cansado. Y hay que agregar los videos de fin de semana con que bombardea al pueblo estupefacto: “Que yo era el que se comía la tlayuda”, “que yo era el que construye la refinería”, que “yo era el que detenía al imperialismo”. A fe mía que nunca antes en nuestra historia ha habido un compatriota tan empeñado en que lo miren y admiren: su mero rostro, le parece, es ya una lección de ética.

Sería ingenuo suponer que ese compulsivo mostrarse está exento de narcisismo, pero sería necio suponer que sólo es eso: desplegar como un pavorreal el espectáculo de sus virtudes (la modestia incluida) es su manera de poner el ejemplo, pero también de avisar que la crítica y la oposición no juegan en su juego.

Ante esa omnipresencia tutelar y vigilante, desenmarañar los misterios de su carácter psíquico ya es, en este largo sexenio de la marmota, un acto en defensa propia. Somos expertos en cada gesto y ademán y nos sabemos de memoria la obra de teatro de la que él es el autor, el director de escena, el héroe, los parlamentos, las luces, el escenario y la tramoya: el sueño de su copretérito lúdico.

En uno de los últimos videos weekend salía El Supremo inspeccionando un (simbólico) rompeolas. Mar y sol y una grúa: un niño en un arenero gigantesco. En otro, inspeccionaba un tubote y una estructurota: el Lego más grandote y costoso del mundo. Se le veía feliz, con una felicidad sólo comparable a la de ganarle en sueños a los gringos la serie mundial de beisbol.

Sí, me parece que está instalado en el copretérito lúdico y que el “que yo era” se expande cada día más. Una fantasía que está convirtiendo al país en un arenero en el que él manda, pues es su dueño y sólo él dice quién, cómo y qué se juega y quién es el bueno y quiénes los muchos malos que serán vencidos.

Habría que suponer que esta ficción arraiga en escenarios de su infancia. Habría que estudiar la cosa, pero de entrada parece evidente que algunas figuras de poder generaron roles que ahora reviven en el copretérito lúdico: el conjeturable cura que decía “se bueno porque la hipocresía es mala”; el ingeniero que aleccionaba “el petróleo es nuestra vida”; el maestro que enseñaba que “sólo hay que saber lo que es útil”; la señora gordita que decía “la tlayuda es suculenta” y, desde luego, la mamá admonitoria que decía “fuchi, caca”. ¿Y habrá habido un tío ferrocarrilero que enviaba remesas desde Monterrey?

Y seguramente hubo un militar viril. Al Supremo le encanta ponerse ¡firmes ya! varias veces al día, como de niño en Macuspana, y escuchar los inmisericordes hojalatazos de las cornetas marciales.

Y luego invitar a jugar a los soldaditos en el amplio arenero…