He abrumado, quizás, a los lectores con estos repasos del arte de envejecer que les he asestado estas últimas semanas. Lo que pasa es que cumplo pronto los piramidales 75 años y ya comparto bastones con el perdurable Geras, ese anciano con el que la mitología griega cubre el expediente de asestarle un dios antropomorfo a todo lo que ama o teme. ¡El buen Geras! Ese dios cuyo nombre cojea etimológicamente por la anhelada gerontocracia o por la simplona gerontofobia, el desprecio a los ancianos con el que los tontos evidencian el rencor que le guardan a su padre.
Pero bueno, como escribió el siempre joven José Juan Tablada, “unida a otras virtudes, la juventud puede ser gran cosa, pero aislada, por sí misma, es negativa y aun ridícula. Y uno de los privilegios de la vejez o de la madurez, es haber trascendido esas ridiculeces...”
Los franceses dicen que si los 40 años son la vejez de la juventud, los 50 son la juventud de la vejez. Los 75, claro, son demasiado pentagonales y crepusculares: son las heces que explican el deseo de beberse la copa hasta las heces. En todo caso, ahora soy menos substancia activa que excipiente C.B.P. La única prueba de que funciona el gingko biloba es que nunca se me olvida mi matutino consumo de gingko biloba. Cuando los Beatles cantaron el cumplir 64 andaba yo en los 15. Pues bien: misión cumplida: mi amor me alimenta, arreglé un fusible, arranqué hierbajos y mi nieto se ha sentado en mi rodilla. ¿Who could ask for more?
Pero he pasado del Don Giovanni de Mozart al Requiem de Verdi. Calculo que he vivido unas 27 mil tardes. Recordaré un centenar, tardes de felicidad intacta o densa pesadumbre, tardes abrahámicas. Un puñado de soles espléndidos o agónicos entre la luz cronométrica, ahora convertidos en cataratas, cálculos y hematomas taponeantes. Qué lata: vida nada me debes, pero me debes todo; vida estamos en paz, pero prolonga tu avaricia y llénala con los rostros de aquellos a quienes amo.
A raíz de los comentarios que redacté las pasadas semanas ha habido gente amable que me envía datos, motivos y sugerencias (la de que ya me muera y deje de “chingar” no es la más infrecuente, claro). La más interesante hasta ahora fue de mi amigo Aurelio Asiain, que me envió un poema de Zhu Dunru, chino del siglo XI, que lleva el nombre de esta columna. Quizás se recoge en Muy diversas versiones, libro publicado por la editorial Grano de Sal, en el que Asiain recoge versiones de la poesía que ama en otras lenguas, de Catulo a Goethe y a Yeats. Es un poema de condensada sabiduría, de muy elegante templanza. Lo reproduzco íntegro para serenar a los ancianos e ilustrar a los jóvenes:
“Me alegra hacerme viejo. Anduve por el mundo,
me asomé al más allá, vi el vacío profundo.
Cúmulos de amarguras y penas son ya añicos.
No me hechizan las flores, no me domina el vino,
estoy lúcido siempre. Duermo en casa a mis horas
y al despertar no olvido mi papel en la obra
Si el pasado se ha ido, el presente ha llegado.
El corazón de un viejo tiene pocos cuidados.
No distraigo a los sabios y a Buda nunca acudo.
Ni sermoneo al respecto como haría Confucio.
Me da inmensa pereza discutir con virtuosos.
Que se rían a gusto: eso harán, y ni modo.
Se acabó la comedia, ya no da para más.
Abandono el vestuario, dejo al tonto el disfraz.”