A poco de haber ingresado a la universidad, por 1970, conocí al milagro de ojos verdes que se llamaba Margit Frenk. Un milagro de ser humana, espiritualmente hecha con la rara virtud de la gracia y la benevolencia, sabiamente aguda, vitalmente curiosa y divertida, y más cuando hacía mancuerna con su madre, la también muy querida y también centenaria Mariana Frenk-Westheim. Me honra como pocas cosas haber sido su discípulo y su amigo durante más de medio siglo.

La primera noticia que tuve de ella fue cuando leí su edición del libro Lírica hispánica de tipo popular (1966), cuyo prólogo me deslumbró de tal manera que llegué a calcular dedicarme al estudio de la poesía medioeval en vez de a la poesía mexicana moderna. Como es sabido, ese libro recoge una colección de poemas escritos en mozárabe, es decir, en el dialecto que empleaban los cristianos y los judíos que vivían en la España musulmana por los siglos X al XIII, cuando nuestra futura lengua maduraba en una cálida placenta de árabe, latín y hebreo.

Bueno, pues esos poemas que se llaman muwáshajas, escritos en árabe clásico, terminaban dándole la voz a las dulces muchachas enamoradas que, en unas cuantas sílabas llamadas jarchas, ya escritas en macarrónica mescolanza popular, expresaban las pasiones habituales del “amor femenino”, como explica Margit: el cuchicheo de confidencias o el dolor por la cruel lejanía del habib (como se llamaba al amigo, amante, pretendiente, galán o peoresnada). Veamos un ejemplo de jarcha o, mejor, escuchémoslo en voz baja, casi musitando:

¡Ay! ¿Qué fareyo?

¿Cómo vivreyo?

Est’al-habib espero

por él murreyo.

Era delicioso leer jarchas con Margit, casi cantándolas (ella era una soprano eficiente) y practicar a su lado el deleite filológico en estado puro, salpicándolo con viajes hacia las remotas etimologías, como en este otro ejemplo:

Des quand mio Cidiello vénid

—¡tan bona albishara!

com rayo de sole yéshid

en Wad-al-hachara.

…que significa: “Cuando viene mi muchacho, ¡oh, qué buena noticia!, como un rayo de sol sale en Guadalajara”.

Pero la aportación nuclear de Margit a nuestra cultura fue su edición del Corpus de la antigua lírica popular hispánica. Le tomó más de cuatro décadas de vida, llenas de paciente búsqueda y reflexión. Recuerdo el día en que, en el Centro de Estudios Literarios de la UNAM, que ella dirigía, nos mostró el enorme tomazo amarillo, gran baúl de papel y palabras que acababa de llegar de Madrid, donde lo publicó en 1987 la benemérita Editorial Castalia. Guardo mi ejemplar con su cálida dedicatoria. “¡Salió el Corpus!”, anunciaba feliz, tan feliz como todo el mundo de la filología, que de inmediato la llenó de loas y reconocimientos, desde la British Academy a la Sorbona. Luego de recorrer siglos saltando de boca en boca y luego de folio en folio, los 2 mil 383 poemas trazaron el mapa exacto de la turbulenta alma hispánica, un mapa colectivo sin sobresaltos y con la limpidez de la forma en que la lengua del pueblo (de los pueblos) cantó y alzó el vuelo en aldeas y palacios, en la siembra y en el mar, los talleres y los templos.

¿Se conseguirán en México esos libros? Sería penoso que no, pues que esas sumas de cantares y cantarcillos, romances, estribillos y refranes, posee la fuerza de una diáfana verdad que toca también a la lírica popular mexicana desde la conquista, y de la Patria nuestra, que abreva de la vetusta respiración poética del español de todos y todas, el código final en el que nuestra cultura deposita su cifra neta, invulnerable al maltrato de la historia, los rencores y las usurpaciones.

Adiós, querida Margit, madre de la lírica nuestra: “Tardei, mia madre, na fontana fría/ ciervos de monte al agua volvían…”

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