Hace días, una dama de nombre Josefina Rodríguez, secretaria de Turismo de México, advirtió en España a los organizadores de la “Feria Internacional de Turismo” (FITUR) que “esperen a México, porque la grandeza de México es infinita”. Los organizadores quedaron bastante impresionados.
En fin, que nuestra declaración de grandeza es tan altanera que el resto de los pueblos ya podría acusarnos de racismo.
Luego vinieron varias efemérides cívico-militares, preñadas de un “nuevo” nacionalismo y turbocargadas de un frenesí patriotero tan entusiasta que me orilla a compararlo con el nacionalismo tradicional, el clásico y furioso, tan revolucionario que ahora se llama humanismo mexicano y es transformacional.
No veo mayor diferencia entre uno y otro. Como aquel, el nuevo nacionalismo tiene los mismos impulsos, proclama los mismos valores, remite a las mismas vanaglorias hueras y acusa la misma deontología emplumada. La única diferencia es que si antes pintaba murales, ahora viaja en un trenecito y se disfraza de mazorca.
El discurso oficial tiene como única novedad que ahora emana de una presidentA para quien México es el más original e innovador de los países. ¿Por qué? Pues porque fluye desde una antigüedad remota.
Se trata, pues, de la esencial falacia, en tanto que esa grandeza y su carácter primigenio se asumen como hechos demostrados. Una petición de principio que, por derivar de la lógica de Aristóteles, que no era mexicano, no aplica en México, y donde tenemos una lógica mejor pues ha sido engendrada por nuestras “tradiciones” originarias y es parte ahora de nuestra “potencia cultural”. Y, claro, se podría apelar a los muchos siglos de arte y literatura de otras partes que no son mexicanas, pero sí humanas, si bien para todo nacionalista pertenecer al género humano depende del acta de nacimiento.
Claro, para algunos necios la nacionalidad es un hecho fortuito, “un accidente irracional”; y el nacionalismo sólo una gestualidad pintada de ideología, hecha de narcisismo, susceptibilidad y orgullo bobalicón. Pero desmantelar la tontería es demasiado complicado. Como se manifiesta de muchas formas, la tontería abunda y prolifera, mientras que la inteligencia suele ser muy exigente. Ya lo demostró Flaubert, cuyos personajes tontos (como Pécuchet y Felícitas y, a veces, hasta Emma Bovary) son mucho más complejos que Flaubert mismo. Pero, claro, como Flaubert era francés, sus ideas no se aplican a la tontería mexicana, entre cuyas premisas está, por supuesto, ser la mejor del mundo.
En fin, que la “transformación” nos regresa al esquema de la gloria identitaria por decreto, la grandeza intrínseca. Ahora somos lo mejor del mundo por órdenes del poder ejecutivo o ejecutivA y su aparato de propaganda. Si antes la cultura maya nos parecía intrigante y misteriosa, ahora cabe en ese “tren maya” que, según la presidentA, representa “la grandeza mexicana”, porque los mayas fueron muy buenos ingenieros (aunque no le hayan atinado a la rueda y el tren use vagones franceses) y porque nuestra nación “viene de lejos y va lejos”, a diferencia de las que son inferiores porque ni vienen de lejos ni van lejos, ni menos en tren maya.
Claro está: no faltará quien salga con que nuestras bajas mediciones escolares, las altas tasas de criminalidad, la corrupción generalizada y otros cataclismos ponen en duda esa grandeza. El predecible español rejego ya salió a denunciar la antropofagia ancestral. Un tonto sólo comparable a nuestros propios tontos, que son los mejores del mundo.