En estos días, el gobierno de la Ciudad de México anunció la reubicación forzada de los conocidos “puntos 420” (campamentos que funcionaban desde 2021 como zonas de consumo recreativo tolerado) hacia tres nuevas “zonas de tolerancia cannábica”. El discurso oficial, disfrazado de orden y convivencia, no es más que un retroceso en el reconocimiento de derechos ciudadanos.
La medida busca sacar de la vista pública a quienes ejercen su derecho al libre desarrollo de la personalidad. El motivo según las autoridades es por “malas prácticas”, “venta ilegal” y “problemas de convivencia”. Lo que en realidad se está reforzando es la narrativa de que el cannabis sigue siendo un problema, cuando en realidad es una solución económica, médica, ambiental y social que México insiste en negar por inercia política y prejuicio moral.
Las nuevas “zonas de tolerancia”, aisladas, con horarios restringidos, vigilancia y reglas que criminalizan la simple convivencia entre consumidores, son más bien espacios de confinamiento simbólico, diseñados para segregar en lugar de integrar. Esta estrategia no busca regular el uso responsable, sino administrar el estigma.
Como sociedad, no podemos permitir que se legisle desde el miedo ni se gobierne desde la ignorancia. Mientras países enteros avanzan con modelos regulatorios que promueven salud pública, innovación y justicia social, México estanca su potencial por cálculos políticos y falta de voluntad.
La ley general para la regulación integral del cannabis, exigida por la Suprema Corte desde 2018, sigue atorada en el Congreso, secuestrada por disputas partidistas y una falta de entendimiento técnico. El Senado ha tenido tiempo de sobra para aprobar una ley integral que regule el consumo adulto, impulse la industria y garantice derechos. Pero cada periodo legislativo termina en lo mismo: aplazamientos, discursos vacíos y promesas rotas.
Por si fuera poco, el reglamento para el uso medicinal del cannabis, publicado en 2021, no se está ejecutando plenamente. Las barreras burocráticas y regulatorias siguen impidiendo el desarrollo de productos, la importación de insumos y, lo más grave, el acceso efectivo de pacientes que necesitan derivados de cannabis para aliviar condiciones como epilepsia, dolor crónico, cáncer o enfermedades neurodegenerativas.
El resultado: ni consumo lúdico, ni acceso medicinal, ni industrial. Solo simulación.
La industria está lista. El gobierno, no. México tiene el clima, la tierra, la experiencia agrícola y el conocimiento técnico para convertirse en una potencia mundial del cannabis, especialmente en el cáñamo industrial. El cáñamo puede producir: Bioplásticos biodegradables, materiales de construcción, textiles sostenibles, suplementos alimenticios ricos en proteínas, fibras para papel, cuerdas y bioenergía.
Todo esto con una huella ambiental mínima, capacidad de remediación del suelo y altas tasas de captura de carbono. Sin embargo, la legislación secundaria necesaria para habilitar su cultivo y transformación sigue pendiente. Las oportunidades se fugan al extranjero mientras nuestros agricultores esperan respuestas y nuestros inversionistas miran hacia Colombia, Uruguay o Alemania.
A esta parálisis se suma un vacío gravísimo: la nula inversión en investigación científica nacional sobre cannabis. Mientras universidades en Estados Unidos, Israel, Canadá y Alemania producen estudios clínicos, farmacológicos y agronómicos, México carece de un programa nacional de investigación sobre cannabis.
La COFEPRIS no ha emitido ninguna autorizacion para estudios clínicos. No hay incentivos ni infraestructura para desarrollar variedades mexicanas, estudiar su perfil cannabinoide o generar evidencia local sobre usos terapéuticos. Y sin ciencia, no hay soberanía.
No más simulación: regulación con visión y valor. Si realmente queremos resolver los problemas que hoy pretende enfrentar el gobierno con zonas de tolerancia, necesitamos lo que se ha postergado por años:
Una ley general de cannabis, con enfoque integral, derechos humanos, salud pública y desarrollo económico.
Un reglamento medicinal funcional, que garantice el acceso seguro a tratamientos.
Un marco industrial claro, para aprovechar el cáñamo como recurso estratégico.
Un programa nacional de investigación, que nos permita innovar y competir con conocimiento propio.
Una campaña de información pública, para combatir el estigma con ciencia, no con moralismos.
Regulación no es permisividad, es estrategia. Y limitar derechos no es gobernar, es retroceder.
Desde la Asociación Nacional de la Industria del Cannabis, hacemos un llamado urgente a los tres poderes de la Unión: dejen de esconder la planta y comiencen a legislarla con responsabilidad, visión de futuro y, sobre todo, respeto a los ciudadanos.
Mientras otros países avanzan, México se queda viendo pasar la oportunidad. Pero aún estamos a tiempo. Que esta vez, el humo no nos nuble la razón.
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