La reciente decisión del gobierno de Estados Unidos de prohibir la mayoría de los productos derivados del cáñamo con contenido de THC sacudió por completo al sector. La medida, incluida dentro del paquete presupuestal aprobado para reabrir el gobierno, redefine de manera muy restrictiva lo que se considera cáñamo legal y, en la práctica, elimina del mercado casi todos los productos que hoy existen: comestibles, extractos, bebidas, vaporizadores y cannabinoides modificados como el delta-8 THC o el HHC.

Para muchos productores, la nueva regulación representa un golpe devastador, pues frena un mercado que había generado empleos, inversión y oportunidades para la agricultura rural. Sin embargo, también pone sobre la mesa un debate necesario: ¿cómo regular de manera responsable un mercado que creció demasiado rápido y sin los controles adecuados?

La prohibición tiene un trasfondo regulatorio y sanitario que es imposible ignorar. Durante años, en Estados Unidos proliferó un mercado de productos “hemp-derived” con efectos psicoactivos que se vendían sin controles, sin verificación de calidad, sin análisis de laboratorio y sin restricciones de edad. Muchos de estos productos se fabricaban mediante procesos químicos poco transparentes y con variaciones importantes en potencia y pureza.

Es comprensible que un vacío regulatorio de ese tamaño terminara generando problemas de salud pública, intoxicaciones accidentales y acceso a menores de edad. Frente a ese desorden, el gobierno optó por la salida más simple: prohibir casi todo.

Desde el punto de vista sanitario, la prohibición elimina productos potencialmente peligrosos, frena la venta indiscriminada y detiene una cadena comercial demasiado flexible. También genera una definición legal más clara entre cáñamo no psicoactivo y cannabis psicoactivo, algo que en Estados Unidos ha causado enormes confusiones. En ese sentido, la medida impone orden, aunque sea por la vía más dura.

Las desventajas: un retroceso económico y regulatorio con un costo brutal. La prohibición no distingue entre productos mal elaborados y empresas responsables. Tampoco diferencia entre cáñamo industrial (que se usa para textiles, construcción, alimentos o bioplásticos) y cannabinoides con efectos psicoactivos. Todo entra en la misma bolsa.

El resultado es la destrucción de un mercado entero, la pérdida de miles de empleos, incertidumbre para los agricultores y el regreso de muchos consumidores al mercado ilegal. En lugar de regular, Estados Unidos optó por retroceder.

Aquí está el verdadero punto de reflexión para México. Nuestro país está ante la oportunidad histórica de diseñar un marco regulatorio inteligente para el cáñamo y el cannabis psicoactivo. Y la experiencia estadounidense nos deja tres lecciones clave:

El cáñamo industrial y el cannabis psicoactivo deben tener regulaciones completamente distintas. No es lo mismo una fibra que un extracto psicoactivo, y si la ley los trata igual, todo se desmorona.

La salud pública se protege con estándares, no con prohibiciones. Pruebas de laboratorio, trazabilidad, límites claros, etiquetado riguroso y control de edad son herramientas que funcionan.

La industria necesita reglas claras, no castigos masivos. Empresas, agricultores e inversionistas requieren certidumbre, no decretos que cambien de un día para otro.

Mientras Estados Unidos cierra la puerta, México puede abrirla con inteligencia. Podemos construir una industria moderna, segura, competitiva y estratégica para el campo. Pero solo si entendemos la diferencia entre controlar y extinguir.

Este es el momento de diseñar reglas específicas, equilibradas y técnicamente sólidas que protejan al consumidor sin destruir la oportunidad económica.

Si aprendemos de los errores ajenos, el cáñamo y el cannabis psicoactivo regulado pueden convertirse en motores reales de desarrollo para nuestro país. Si no, repetiremos la historia al otro lado de la frontera, pero con las consecuencias multiplicadas.

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