En Estados Unidos, el laboratorio social más grande del mundo para observar los efectos de la regulación del cannabis, están ocurriendo tres fenómenos simultáneos que deberían servir de guía a nivel mundial: el cambio en las formas de consumo, el desplazamiento de sustancias más dañinas como el alcohol y los opioides, y la apertura de nuevos canales de distribución. En conjunto, estos datos revelan una conclusión clara: el cannabis no está “creando adictos”, está reestructurando los hábitos de consumo en favor de alternativas potencialmente menos nocivas.
Un estudio reciente muestra que el 77 % de las personas que consumen bebidas infusionadas con THC han reducido su consumo de alcohol, y un 21 % ha dejado de beber por completo. Los motivos son tan simples como contundentes: no hay resaca, el efecto es más predecible y el consumo puede ser controlado en dosis.Estos hallazgos confirman algo que los economistas de la salud vienen señalando desde hace años: cuando el cannabis se regula, no necesariamente se amplía el consumo, sino que se sustituyen sustancias más peligrosas.
Lo mismo ocurre con los opioides, un estudio publicado en la American Journal of Health Economics documenta que en los estados donde se ha legalizado el cannabis medicinal, las tasas de prescripción de opioides disminuyen significativamente, especialmente en pacientes con dolor crónico. En otras palabras, el acceso regulado al cannabis ha reducido la dependencia a fármacos que, durante años, alimentaron una epidemia de sobredosis y muertes en Estados Unidos.
Un artículo complementario también refuerza la hipótesis desde otro ángulo: la sustitución parcial del cannabis por opioides o alcohol no incrementa el riesgo de abuso, sino que desplaza el consumo hacia modalidades de menor daño social. Es un cambio de paradigma sanitario que no se puede ignorar.
Pero la historia no es solo de sustitución virtuosa., Otro estudio del National Survey on Drug Use and Health (NSDUH) revela que el consumo de blunts (cannabis enrollado en envolturas de tabaco) aumentó un 34 % entre 2015 y 2022. Este formato, aunque popular y socialmente aceptado, reintroduce nicotina en el sistema, generando riesgos adicionales que no están presentes en otros métodos como vaporizadores o comestibles.
Paradójicamente, los mayores incrementos ocurrieron en grupos que antes tenían menor consumo: mujeres, adultos mayores y personas que no beben alcohol. Esto sugiere que el consumo se está “democratizando”, no “radicalizando”. Pero también indica la urgencia de regulaciones diferenciadas por tipo de producto, porque no todos los usos de cannabis son iguales.
El tercer fenómeno es quizás el más revelador: la entrada del cannabis a las grandes cadenas de distribución. Como ejemplo tenemos a Target, uno de los gigantes minoristas de Estados Unidos, quien anunció que comenzará a vender bebidas infusionadas con THC en sus tiendas de Minnesota. Las marcas seleccionadas “Cann, Birdie, Wynk, entre otras” ofrecen productos de baja dosis, pensados para consumidores ocasionales o sustitutos del alcohol.
Esto significa que el cannabis ya no es un producto “de vitrina” ni confinado a dispensarios especializados. Está entrando en los mismos pasillos donde se venden refrescos y cervezas. Si bien esta democratización comercial puede impulsar la economía formal, también abre un frente regulatorio delicado: control de edad, etiquetado, dosificación y publicidad responsable.
Mientras tanto, México sigue discutiendo si legalizar o no el cannabis, mientras el resto del mundo ya debate cómo regular mejor lo que ya es inevitable. Los datos internacionales son claros:
El cannabis regulado reduce el consumo de opioides y las muertes asociadas.
Las bebidas con THC disminuyen el uso de alcohol y sus efectos nocivos.
El consumo tipo “blunt” crece entre quienes antes no consumían, lo que exige educación y regulación.
Los canales de distribución se están diversificando, y grandes minoristas ya experimentan con su venta.
Si México continúa sin reglas claras, será el mercado negro quien llene ese vacío. Y lo hará sin impuestos, sin control de calidad y sin responsabilidad social.
La regulación del cannabis no es un debate moral, sino una política de salud pública y desarrollo económico. El objetivo no es fomentar el consumo, sino redirigirlo hacia prácticas más seguras, transparentes y fiscalmente responsables. Cada día que México posterga esta discusión, más se profundiza la desigualdad entre quienes pueden acceder a productos seguros y quienes quedan atrapados en la ilegalidad.
El mundo ya entendió que el cannabis no es el problema, sino parte de la solución. Reducir opioides, desplazar alcohol y generar ingresos fiscales no son fantasías: son datos medibles. El reto es tener la valentía política para actuar con base en la evidencia.






