En México suele creerse que la planta del cannabis es de origen nacional. Lo cierto es que arribó al continente americano con los exploradores europeos, a fines del siglo XV. Hay indicios de que la planta proviene de las faldas de los Himalayas desde donde, gracias a su adaptabilidad y utilidad, se extendió por todo el mundo conforme crecían las migraciones humanas y la expansión económica y comercial entre Oriente y Occidente.

No es exagerado afirmar, así, que la búsqueda de nuevas rutas comerciales posterior a la Edad Media, pudo tener lugar en parte gracias a la cannabis, cultivada y utilizada como cáñamo para la fabricación de textiles y cordajes de gran resistencia y confiabilidad. Tales productos permitieron la construcción de embarcaciones capaces de recorrer distancias imposibles de imaginar hasta antes de ese tiempo. Ello permitió a las nacientes potencias europeas competir por la conquista económica del mundo.

Aun cuando en Europa los usos psicoactivos de la planta eran conocidos -si bien limitados a prácticas paganas-, en América fue gracias a las culturas nativas, ampliamente entrenadas en el conocimiento botánico, que comenzó a ser utilizada con fines no industriales que llevaron rápidamente, también, a su demonización, ya que tales usos se asociaron con prácticas paganas de los pueblos originarios.

A pesar de esta demonización de sus usos rituales y herbolarios, que llevó a emitir edictos que castigaban las “prácticas idolátricas” con los pipiltzintzintli, existió, desde el siglo XVI, la intención manifiesta de sembrar cáñamo en lo que entonces se denominaba Las Indias. Esta intención es evidente en la cantidad de edictos, reales órdenes y disposiciones que durante dos siglos dispusieron la siembra de cáñamo en los territorios recién conquistados.

La expansión de la cannabis en el continente americano tuvo así un carácter fundamentalmente económico. En el caso de México, el cáñamo llegó primero con la navegación por el Océano Atlántico. Conforme crecían los vínculos comerciales con otras regiones del mundo (en la segunda mitad del siglo XVI comenzó a llegar por el Pacífico la Nao de China, proveniente de Manila, y con ella nuevas variedades de la planta); estas semillas comenzaron a mezclarse en la costa occidental de la Nueva España, dando lugar a variedades ahora mundialmente famosas, como la Acapulco Golden, la Azorrillada Oaxaqueña o la Punto Rojo de Sinaloa.

Más allá del debate sobre los usos psicoactivos, los productos obtenidos de la cannabis han estado desde entonces entre nosotros y continúan presentes de muchas maneras. En los tratados comerciales de México -con América del Norte, con la Unión Europea, con Chile o con Japón-, los productos de cáñamo están contemplados bajo distintas modalidades: papel, textiles, cordajes, suplementos alimenticios, cosméticos, materiales de construcción, etc. Nuestras leyes, sin embargo, no toman en cuenta los diferentes usos de la planta y sigue prohibida en su totalidad. Por ello, hoy nos encontramos en una circunstancia en la que podemos importar y comercializar los productos industriales del cáñamo sin poder producirlos legalmente. Una limitación económica autoinflingida que sin duda es necesario revisar.

Vale la pena mencionar, en este sentido, que el cultivo del cáñamo supone una industria medioambientalmente sustentable que representa una alternativa a productos y materias primas cuyo impacto negativo es conocido, como la deforestación producida para la elaboración de papel.

Es importante, por lo tanto, hacer énfasis en que la legalización de la cannabis va mucho más allá del uso de la mariguana. Una regulación integral de la misma permitiría al país abrir una nueva industria con amplio potencial de crecimiento, de la que el desarrollo de comunidades rurales podría verse altamente beneficiado. Es hora de que el país deje los atavismos morales que pesan sobre la cannabis y asuma que la planta puede ser el nuevo motor económico que el país necesita con tanta urgencia.

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