Hace días escribí en las redes que no me parece cuerdo y sí muy ordinario, confundir a un buen bebedor con un “borracho”, así como a un perro con una mascota. Hace cerca de un mes caminé desde Tlalnepantla hasta mi departamento, cerca de 17 km. Y no por ello me defino como “caminador”. ¿Cuántos glotones barren la mesa con su apetito y no los llamamos tragones? Una persona es muchas personas al mismo tiempo. Y solemos juzgarlas, a partir de una de ellas o de nuestros poco venerables prejuicios. Joseph Roth bebía toneladas de brandy y lo consideramos uno de los mejores escritores del siglo XX. Elizabeth Taylor tuvo un puñado de maridos, y sin embargo la hemos tenido siempre como una gran actriz. Y ejemplos como los que acabo de citar hay decenas. Así como uno debe saber elegir a sus amigos o su pareja, o parejas, de la misma manera, tendría que ser muy cuidadoso a la hora de optar por determinada bebida. Equivocarse en ambos casos, resultaría desastroso. A los vicios también se les puede engañar; lo hacían mis amigos que eran buenos bebedores. De un día a otro, y sin decir “agua va”, cambiaban el vodka por el ron u otra bebida equidistante. Las adicciones son un tanto diferentes y la mayor parte de las veces indomables puesto que quien es su víctima pierde la voluntad, o su capacidad de decisión. Allí no hay nada que hacer, sino disfrutar el destino. O sufrirlo. En el futbol, por ejemplo, yo fui seguidor del Toluca desde los seis años, mas no sabía a ciencia cierta qué significaba algo así (miraba los juegos junto a mi padre en la televisión, aunque él, por desgracia siempre fue americanista). Después de mis 11 ños el Cruz Azul fue el equipo que más me apasionó. Después, cuando entré a la UNAM a estudiar ingeniería y fui miembro de la selección universitaria de básquetbol, comencé a ser “fanático” de los Pumas. Y hoy, que soy casi un fiambre, tengo a la Juventus como mi equipo favorito. De lo único que puedo enorgullecerme es que nunca he sido seguidor de ningún partido político, aunque sí de alguna que otra figura pública. Si bien la compañía es una buena manera de ejercer la soledad. Yo prefiero practicarla, en cuestiones políticas, sin compañía.
Hace unos días estuve en el Festival de Letras de San Luis Potosí. Me pareció una grata experiencia, ya que se trata de un encuentro de escritores, una reunión a la altura humana (y con una atención personal, fuera de lo común), a diferencia de las grandes ferias que te tratan como si fueras una salchicha dentro del carrito de Ignatius Reilly. No hay que despreciarlas (a las ferias literarias), y menos en estos momentos en los que la literatura sufre para hacerse un lugar en la sensibilidad humana. Ya he citado a Gustave Flaubert cuando decía que un ser humano no está hecho para engullir el infinito (refiriéndose a las grandes ferias mundiales de su tiempo). Los diversos gobiernos o grupos independientes deben poner la mesa y los escritores llegarán a conversar, y discutir, disentir o acordar (sin que ninguno peque, por supuesto, de glotón). Las constituciones y los códigos civiles se llevan a cabo a partir de la escritura. Y sin lecturas, no hay suficiente imaginación, ni salida de los problemas públicos. Qué más desearía yo que el Congreso estuviera formado sólo por bailarinas. Qué feliz sería yo entonces y no me perdería ninguna de sus sesiones. Pero qué desgraciado sería el país. Allí en la cámara todos deberían ser letrados, ya que no se trata de una muestra o una exhibición de los estratos de la sociedad. Y al referirme a “letrados”, quiero decir que se hallen interesados en practicar el lenguaje, la conversación y la tolerancia. Y ello sin libros es imposible (sean estos en papel, electrónicos o cualquier otro formato).

