No guardo demasiadas esperanzas acerca de mis contemporáneos, de la gente común. La desconfianza que, según Hobbes, suponía uno de los tres grandes males que acosan al ser humano, ha hecho presa de mi sensibilidad así como ha afectado la de otros “ciudadanos”. En el siglo XVIII, Claude Adrien Helvétius mantenía un sentimiento semejante, no había demasiado qué hacer para educar o hacer menos brutales a las personas. El francés, sin embargo, creía que las leyes podrían mantener a raya la barbarie. Pensaba que las mejores personas tenían que gobernar, al igual que los jueces más capaces, las buenas leyes y los castigos más duros. “No importa que la gente sea viciosa, mientras sea inteligente”, llegó a afirmar, como también a asegurar que la estupidez, la inhumanidad, la malicia y la ignorancia prevalecían en su época. Rechazaba fundar los juicios morales en la historia ya que ésta se hallaba constituida por cuentos, mitos y mentiras. Los seres humanos desean ser felices o tener acceso al mayor placer posible, afirmaba, de allí que fuera un precursor o el antecedente directo del utilitarismo de John Stuart Mill.

Desde entonces se ha hecho más evidente su diagnóstico, pero no el remedio: el gobierno de los mejores y las leyes. Se ha vuelto imposible considerar a la masa humana como a un conjunto de individuos que tiende hacia la inteligencia o al conocimiento. No tenemos la menor idea de la cantidad de personas que habitan la geografía política de un país; basta caminar varios metros para encontrarse con gente desconocida en casi todo los aspectos; virtuales enemigos y miembros de una definición ética disparatada. Lo “común” parece imposible. El día que tengamos conciencia de que el país es un concepto que aprovechan unos cuantos para ganarse la vida, sumare a una identidad o figurar en la historia, entonces sabremos que caminamos por encima de un pantano. Esta opinión no es en absoluto pesimista. Proviene de una profunda observación estimulada y justificada a través de varias décadas. El único remedio a tanta majadería civil es que esa masa demencial sea objeto de un cambio de paradigma moral. Quiero decir que si la educación es fundamental, ésta no provendrá sólo de la escuela o de la familia, sino más bien de un cambio en las intenciones generales acerca de lo que significa el bien: salirse de la carretera y comenzar a pensar, a observar y habitar el mundo de otra manera.

En el siglo V anterior a Cristo, el filósofo chino Confucio pensaba que la reforma política que su tiempo requería tendría que ser necesariamente de carácter moral. La estabilidad y la armonía de la sociedad —sigo en ello a Frederick C. Copleston— tanto en la familia como en grupos mayores dependía de las cualidades morales de los individuos pertenecientes a la sociedad. A diferencia de la India en donde se tendía más hacia el misticismo, los chinos buscaban en la filosofía una eficacia práctica que sirviera a sus habitantes. Leo a innumerables pensadores o comentadores actuales de los hechos cotidianos, de la política y el crimen y los veo fracasar, escribir sus opiniones poniendo en ellas todo el conocimiento que guardan de los sucesos actuales. Los años continúan pasando y las masas se tornan más pueriles, ya que su educación no depende de conocer lo que sucede, sino que se halla supeditada a la tontería mediática y a los juicios evanescentes o efímeros. Tal parece, como escribió Peter Sloterdijk, que el humanismo ya no descansa en la bucólica y cándida acción de leer libros. Lo sabemos y aún así algunos continuamos ejerciendo la escritura, pero a diferencia de los antiguos escritores ya no cultivamos la idea de que al hacerlo tornamos más sólido el humanismo, el cual se nos presenta como una intención filosófica y práctica cada vez más difusa. El filósofo francés Saint-Simón (1760-1825) desconfiaba de la igualdad, ya que las masas estólidas no entendían nada al respecto de lo que significaba una buena sociedad. Él deseaba la Revolución encabezada por los mejores miembros de la comunidad, teniendo como raigambre la fraternidad, la razón y la creatividad. Su utopía social fracasó, porque la sociedad no representa ninguna clase de unidad.

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