Las frases comunes, tanto como las célebres, no lo son gratuitamente: cuando el río suena es que algo lleva; por lo menos agua. “Cada vez que nace un genio, los necios se conjuran contra él”, es una frase atribuida a Jonathan Swift, el escritor irlandés, satírico y mordaz, y yo añadiría prudente que, en 1729, también recomendó que los pobres vendieran a sus hijos a los terratenientes para que estos se los comieran (Una proposición modesta; 1729), y a partir de ello se hicieran de una modesta renta que traería al mundo unas migajas de justicia. Con respecto a esta propuesta no tengo nada que decir, ya que no tengo hijos para venderle a algunas amistades pudientes. En lo relativo a la primera afirmación tengo mis dudas, ya que hoy en día sería muy difícil reconocer a un genio: ¿cómo puede tanto borrico proclamar un genio? Podría tratarse del genio de los borricos, pero algo no funciona bien en esta enmienda. Creo, más bien, que entre tanto genio que nos agobia y nos hace el honor de compartir sus descubrimientos, sentimientos, sandeces y otras garrulerías, un genio más nos sepultaría; no podríamos venerarlo, ni reconocerlo ni mucho menos erigirle los monumentos que merece. ¡Qué gran dilema al que nos enfrentamos al tratar acerca de los genios!

Tres siglos han pasado y ya no es necesaria la propuesta indecorosa de Swift: hoy basta con que los pobres tengan un teléfono y de ese modo logren comunicarse y sentirse parte de una atmósfera de justicia inmensa de la que no habrían podido gozar centurias atrás. La comunicación alimenta los oídos y bien vale la pena que uno de nuestros sentidos se harte de alimento, sea este o no nutritivo. Una de las historias más extraordinarias que han llegado a nuestros tiempos impecablemente contadas y publicadas son las de Antonio de Ulloa y la de su compañero Jorge Juan y Santacilia, nacidos en 1716 y 1713 respectivamente. Un viaje a la América del Sur se encuentra entre los primeros libros que cualquier curioso debe atender. Me es tan extraordinario concebir la cantidad de viajes realizados en barco y en tierra formando parte de una expedición sudamericana que realizaran estos científicos y aventureros españoles cuando todavía los aeropuertos no estaban repletos de células vivas: Cartagena de Indias; Santo Domingo; Quito (donde les son confiscados sus aparatos mecánicos de medición, aunque después recuperados son por Ulloa); Bogotá; Nápoles; Panamá; Puerto Rico; Guayaquil; las alturas de Los Andes; Lima; Valparaíso; La Habana; Nueva Orleans; Madrid e incluso Terranova, Luisiana y La Florida. He descrito indiscriminadamente y al azar los lugares que visitaron Ulloa y Santacilia —no siempre juntos—, cuando para viajar se requerían meses de navegación y de expedición terrena. Su libro Un viaje a la América del Sur puede leerse aún con tranquilidad y provecho (así también lo hará quien sea capaz de tener la paciencia y gusto de leer los andares físicos y sobre todo intelectuales, de Hernando de Soto; el Inca Garcilaso de la Vega; Pedro de Peralta y Barnuevo, Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz y pocos más).

Quise reparar en Ulloa porque me parece un ser intimidante, lo contrario a lo que soy en este momento: un ser que no quisiera nunca bajar los treinta centímetros de su cama que lo separan del suelo. Hoy estar comunicado es como viajar: ¿quién cree esa tontería? ¿Qué no se tienen extremidades y sentidos? Hoy una japonesa le muestra a un ecuatoriano el pastel con el que embarra sus labios al otro lado del mundo, y sin moverse de su asiento. ¿Qué se viaja con la mente? No. Lo que se hace es pensar, imaginar y bosquejar paisajes. ¡Ay, Antonio de Ulloa! Vaya que viviste una vida, sin necesidad de mostrar cómo mordías caramelos en Valparaíso.

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