Un poco de desorden o enfermedad ayuda a que las obras literarias posean más humanidad. Las equivocaciones de las computadoras o máquinas inteligentes son un desajuste o una disfunción, los errores humanos no: son vida que se expresa. Un orden determinado, planeado de antemano o minucioso anula la literatura de ficción, en caso de que se quiera continuar avanzando hacia ningún lugar, el único horizonte que despierta un interés artístico legítimo: el no lugar. Nadie es capaz de responder a tres ¿por qué? seguidos, sin tropezar y caer. Detrás de toda afirmación hay una fe animal, no una verdad incuestionable. Ahora bien, para fundar la certeza de un yo no se requiere del viejo racionalismo, basta con decir, contra Descartes, “yo vivo aquí, debo la renta, hay un camión en la esquina, una amante me ha traicionado”, y es suficiente. Existes como persona digna de respeto, ya que, si decir “debo dinero” o “tengo hambre” no fuera semejante a existir entonces la literatura y la filosofía tendrían que irse a un albañal; de oro, claro, pero a una coladera finalmente. De ello trata la empresa callejera de la supervivencia.
 
  Por otra parte, no se me antoja obedecer órdenes provenientes de una autoridad arrogante, o de alguien que se considera inteligente. Como sabemos, quien se considera inteligente resulta casi siempre medio tonto. La nebulosa sentencia de Voltaire se impone por fortaleza propia: Nadie ha encontrado ni encontrará jamás, me repito. Y a seguir mis instintos. Por razones evidentes he recordado —sí, otra vez— a Michel de Montaigne, de quien R. W. Emerson escribió que, no obstante haber leído a escritores con mayor profundidad de discernimiento, no había conocido a uno tan generoso y vasto de pensamiento como lo fuera el ensayista francés. Nadie puede ser Montaigne (de allí el incómodo misterio de la identidad); su solo nombre, Michel de Montaigne, si lo hemos leído, insiste en hacernos recordar el uno y el todo, lo individual y su horizonte, la dispersión vital y creadora; o quizás nada, y ello no es, por supuesto, mi culpa. Obviamente también cabe la posibilidad de que la literatura, ante el embate de la tecnología, la glotonería que despierta la imagen y la abundante cantidad de escritores y escritoras de pésima calidad y de ideas políticas artificiales (apenas quieres iniciar una conversación te responden con una pancarta, una consigna o una repetición de algo que no comprenden) se haya retirado de las mesas más importantes y sólo limpie los baños, tarea imprescindible en cualquier época; es posible que la literatura haya dejado de añadir puntos y comas a las diversas conductas o filosofías morales y, en general, a extender la diversidad de las pasiones humanas; es posible que haya dejado de ser popular. Adios, nos veremos en el pasado o en alguna otra época. 
 
R. W. Emerson, quien como ensayista tiene muy poca sombra en la literatura hacía énfasis en que los seres humanos amamos aquello que afirma, relaciona y conserva; y, en cambio, odiamos lo que dispersa y destruye. Esto escribió Emerson; crean en mis citas, se los ruego, y no me pidan que las fundamente o acuda a fuentes bibliográficas, pues ello es bastante ordinario y socava la credibilidad y dignidad de todo relato y, sobre todo, menosprecia la capacidad imaginativa de los lectores. No creo que la literatura posea un método estricto para desarrollarse. Cambiar de tema intempestivamente, por ejemplo, se parece mucho a cambiar de aires, de vino, de amistades, de mar y terreno. En mi opinión, el asunto de las letras tiene que ver más con jugar, inventar, imaginar, restándole a lo literario (que en sus tantas versiones incluye el buen periodismo) el aspecto de entretenimiento y su degradación a la mera competencia (competir y convivir resultan ser acciones la mayoría de las veces opuestas). Jugar, sí, para de ese modo rescatar algo del sentido de la vida única, singular e irrepetible a la que uno ha sido lanzado sin necesidad ni consentimiento.
 
Para encontrar cierta tranquilidad personal ha sido imprescindible saber que haber nacido no era en absoluto necesario y que a tal conclusión se llega tarde o temprano a lo largo de la vida. Una vida que, en la actualidad y regularmente, se parece tanto a las otras y que se aniquila como individualidad en la aglomeración, en el montón de carne y huesos, en la barahúnda de sangre e impulso. En fin; me callo y vuelvo a mis libros.

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