Debí tener cerca de cuatro o cinco años, acaso menos, cuando las niñas comenzaron a manosearme. Yo era más tímido que un pantano y sólo me dejaba hacer. Después, unos años más tarde, logré hacerme de cierta experiencia, aunque no había cumplido siquiera diez años. No guardo ningún juicio moral al respecto —no soy estúpido—, mas recuerdo que desde entonces las miraba como los seres más bellos y extraños que el mundo había colocado a mi alrededor. Qué misterio tan agradable e intimidante. La más atrevida resultó ser la abanderada de la escuela, Carmela, quien no desperdiciaba ningún descuido para llevarme hasta un rincón y conocerme más a profundidad. Sólo había, en tales encuentros, escarceos, toqueteos, besos y abrazos sicalípticos. Sin embargo, yo estaba enamorado de otra niña. una rubia, pálida y muy estudiosa, la más brillante de mi salón de escuela pública. De ella terminé siendo su novio antes de que culminaran mis estudios de primaria. En cuanto llegaron las vacaciones el romance se desvaneció y mi padre me internó en una escuela militarizada. Qué manera de destruir el paraíso. Desde entonces, dicha arcadia se ha ido desmoronando y ahora que soy viejo me pregunto qué pasaba por mi mente en aquellos tiempos. Los razonamientos de un niño o una niña son impulsos disfrazados de palabras. Nadie puede creerles, sólo observarlos y obtener conclusiones.
Me enteré de que en un estado de este país (SLP) un partido desea imponer a una gobernadora, sin importar si es capaz de llevar por buen camino los asuntos públicos, si conoce la circunstancia económica, cultural y política de su región y del territorio nacional. ¡Es una mujer y tiene el derecho, aunque fuera sordomuda! ¡Qué manera de sobajar al género femenino: de convertirlo en una atroz bandera, de rendirle pleitesía obligatoriamente. Carajo. Recuerdo muchas propuestas badulaques, pero jamás había escuchado proferir una tan desproporcionada y enemiga de la inteligencia. ¿Qué importa el género si quien gobierna les ofrece bienestar a sus gobernados? Se trata de una ocurrencia emocional que sustituye al pensamiento claro, progresista y sopesado, necesario para el estímulo del bien público.
Hemos llegado a un grado en el que son los peores quienes llevan las riendas. Los intelectuales, en general, no pesan, están borrados, son una anécdota, ello a pesar de que quizás lo único que este país le ha ofrecido al mundo es su cultura, no su política, ni su ciencia, ni su economía. En el México prehispánico, Nezahualcóyotl (1402-1472), rey de Texcoco, poeta, y una de la figuras insignes de aquellos tiempos, no dejaba pasar más de ochenta días para que se resolvieran los casos judiciales, así como también fue uno de los mayores arquitectos o urbanistas visionarios que hayan jamás nacido en estas tierras. Si cualquier persona común se diera el tiempo para investigar al respecto se daría cuenta que desde entonces vamos dando pasos atrás, guardadas las características propias de cada época. Un ejemplo general a la mano que se me ocurre, en 1848, es el Tratado de Guadalupe a partir del cual, los gringos se apropiaron de 400 000 kilómetros cuadrados del territorio mexicano, ofreciéndonos 15 millones de pesos como indemnización (Lucas Alamán suplicaba a Europa que interviniera antes de ser devorados por los vecinos del norte). Ese país, USA, que asesinó a dos de sus más ilustres presidentes, a los más notables luchadores sociales e intervino e invadió varios países que ni siquiera podía señalar en el mapa; este país que inventó pretextos (armas de destrucción masiva) para destruir a una de las capitales más importantes del mundo antiguo (Bagdad), que reprimió a sus jóvenes en Chicago, y a la mayoría los mandó a morir a guerras extravagantes; ahíto de corrupción y emprendedor de bombas atómicas; ¿esa entidad civil se propone juzgar al mundo? Ninguna ética fuerte se lo permitiría. ¿Nicolás Maduro?, bueno, es un criminal electoral y un hombre sin escrúpulos, pero que lo juzgue y castigue su sociedad, no una globalización económica dirigida por uno de los países menos presentables del mundo: USA.
Esperemos además que, en México, la inflación, el atropello al gasto público, la inquisición vía Hacienda, y el menosprecio de las instituciones no sean un golpe demasiado duro para las generaciones venideras. De lo contrario repetiremos la historia de manera ridícula e incluso aburrida. Cómo quisiera regresar a aquella época en la que fui ampliamente manoseado —bajo mi aturdido consentimiento—, y no vivir en esta hecatombe de equívocos políticos, genéricos y, en general, de tan baja marea. ¿Y los intelectuales cuándo? Algunos estamos preparándonos.

