Un lector concentra en sí mismo a todos los lectores posibles: nadie se escapa de un destino semejante ya que no podría ser de otra manera, ¿qué sabe uno de la íntima sensibilidad de los otros? Quien lee no puede hacerlo en nombre de otros: sus heridas o disfrute le pertenecen y le es imposible ir más allá de relatar su propia experiencia. Esta afirmación tendría que realizarla cualquier escritor o escritora más o menos respetable, alguien que no dependa creativamente de sus lectores. Sería diferente e incluso ingenuo dar por hecho o creer que uno se dirige sólo a cierta clase de receptores, como sucede en el ámbito del mercado editorial. Este mercado es cruel y cándido en sus intenciones: hace estudios, pregunta, administra, decide y finalmente pone el libro en las manos de los lectores “adecuados”. ¿Es esto posible? ¿Llegar a un lector adecuado? No, más bien se avoca a inventarlo, a trazar su historia sentimental y vendérsela. Yo me avergonzaría si pudiera ser medido por un mercado que te dota de una moral artificial.

Cualquier escritor o escritora que sea vendido como objeto de aparador carece de pudor o de genialidad individual. De allí que los premios literarios posean algo de inmoral y ridículo: el reconocimiento es ajeno al impulso literario, al destino imprevisible de una vocación que desaparece apenas se explica. Sé que esta clase de artista parece una ilusión romántica que busca la pureza o la virginidad estética, pero sospecho que existe una vocación cruel y despiadada que se impone, un impulso vital, una necesidad interior que —si uno es afortunado— encuentra su lenguaje. Escribir y desear reconocimiento son asuntos diferentes. Hacerlo porque uno pertenece a un género, es joven u ostenta una nacionalidad es más bien un asunto político: el arte interesado es común, pero predecible. Los buenos libros carecen de un mensaje preciso; en ellos es el movimiento complejo del lenguaje lo que prevalece: la anécdota corre tras de la obra, intenta adelantarse a sus pasos, se abre espacio con el propósito de lucir y exhibirse.

¿Cuál es la relación entre el libro y quien lo escribe? No lo sé, pero de alguna forma ello representa ceder ante lo secundario. Yo he leído a lo largo de mi vida varias obras de Roald Dahl, quien es considerado en lo general un escritor para niños, y al pasar sus páginas no me he sentido fuera de lugar o caminando por un sendero equivocado cuyo mensaje —escritura para niños— sea tan evidente: sigo mis pasos, los cuales a su vez, alimentan mi deseo de conocer. Y no obstante mi experiencia se resiste a dictar cánones o a orientar las ambiciones del lector tal como lo hiciera Friedrich Schiller en el siglo XVIII cuando escribió La educación estética del hombre, con el propósito de utilizar el arte para forjar alguna clase de armonía entre los seres humanos. He dicho, un lector encarna a todos los lectores posibles y debido a esa causa no es mi intención complacer a determinada tribu o porción de la sociedad literaria para mi conveniencia. Quiero decir que me hago a un lado y levanto mi tienda en los márgenes de la carretera o de los caminos principales. He allí una de las condiciones de todo libro que se antoje seductor: construir una obra exenta de consecuencias definitivas.

Cuando se escribe un libro algo se pierde para siempre, uno se deteriora en todos aspectos, el escritor o artista comienza a morir apenas su obra aparece o toma forma buscando incluirse en el mundo; acaso la única certeza que posee es la de haber peleado y afrontado la batalla pese a que esta se hallara perdida de antemano. Nada más qué decir: las palabras que se comprenden entre sí y crean realidad son ajenas a un mensaje político o interesado. Es verdad que un hecho —el desinterés político— de esta naturaleza es poco común o, aún más, casi imposible, pero las excepciones provocan que el arte o la literatura posean todavía alguna clase de sentido, de misterio creador, de obra humana.

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