Bien recuerdo aquel viaje que hice a Turquía hace más de tres décadas; entonces me veía ante el espejo fuerte e inquieto, de manera que no me despertaban miedo los turcos habitantes de los varios pueblos en donde me entrometía. Hoy me percato que un puñado de imágenes se han mantenido aferradas a mi memoria y también a mis sueños. Sobresale entre sombras aquel camión en el que viajaba con mi compañera desde Estambul y cuyas ruedas se dirigían hacia Alemania. ¿Los viajeros? Obreros turcos que requerían los teutones para llevar a cabo el trabajo más servil e imponente en tierras del norte. Cualquiera, si desea saber al respecto, puede leer el libro de Günter Wallraff, Cabeza de turco (Anagrama; 1985), en el que son narradas las epopeyas en Alemania de los descendientes de los antiguos lidios. En esos tiempos los polacos llevaban a cabo las más pesadas tareas en beneficio de los franceses, los albañiles españoles haciendo el bien a los suizos, o los turcos a favor de los germanos. La emigración y la pobreza reunidas han construido el mundo tal como lo conocemos hoy en día. Estuvimos, los pasajeros del autobús detenidos horas interminables en Sofía y cuando encendieron las luces interiores vi el rostro de cuarenta personas o más que me parecían sombras taciturnas y graves. ¿Qué podía yo pensar o qué conclusión lograría obtener acerca de aquellas mujeres y hombres que nos observaban lanzados desde sus ojos negros, penetrantes e intensos? Podría decirse que nuestra presencia allí se hallaba fuera de lugar puesto que nosotros descenderíamos, antes del destino final de la travesía, en la Zagreb de la antigua Yugoslavia para después regresar a Italia. Si algo sabía o presentía yo en ese viaje plagado de alucinaciones, es que cada persona representaba, a mi entender, a un extraño siempre hermético, a una barca solitaria o a un sonido de singular tesitura, y que, por tanto, no tenía derecho yo a juzgarlos o a referirme a ellos solamente como a “los turcos.” ¿No comienza así el ánimo y acción fascistas que tanto mal continúa causando aún ahora en el siglo veintiuno?

Pareciera que siempre estaremos ligados a los disparates de un “seductor de la patria” —como llamó Justo Sierra a Antonio López de Santa Anna—, a un mesías o a un ciego visionario y fascista como lo muestran de manera un tanto ridícula y siniestra los embates de Donald Trump contra una comunidad de personas que provienen de otra región del mundo, en este caso vecina. Ello sin pensar siquiera que cada vida, cada ser a quien se le lastima, humilla o juzga en nombre de la “manada” migrante, representa un universo parcial dotado de múltiples ramificaciones y sentimientos. Este impulso autoritario continuará, parece, haciendo estragos en la relación que se empeña en la buena convivencia. Las guerras, las pelean, los niños y la paz sólo la tendrán los muertos: Este lugar común se impone, por desgracia, y me lleva de nuevo a estar dentro de aquel autobús en el que cada ser sensible se me antojaba misterioso, a pesar de que en conjunto se hallaran ligados a una tierra, a sus costumbres y economía.

La actual Norteamérica ya poco tiene que ver con los ideales de sus antiguos fundadores, ¿O acaso Trump les recuerda a Roger Williams, John Adams o a Thomas Jefferson? Es o parece ser un acto necio referirse al hecho de que los imperios marchan a la contra de una globalización humanista que debiera considerarse una amigable reunión de extraños que se ponen de acuerdo entre sí. Mas ese “ponerse de acuerdo” requiere de palabras cuya raíz sea capaz de dar lugar a instituciones inteligentes, en vez de anémicas y soberbias como las que dibuja el personaje teatral y fascista que ocupa actualmente la presidencia del país del norte.

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