Si el ser humano es un animal nostálgico (lo llama así Rafael Argullol), un rehén de la ausencia y de lo que dejó de ser, entonces su condición de extranjero le es apropiada.
El extraño acecha y el miedo se extiende hasta que uno se ve obligado a pensar en la existencia de un paraíso original que el tiempo se ha llevado consigo. Infunde temor morir en manos de un extraño, más que de un familiar: lo primero es un infortunio, una desgracia; lo otro es una tragedia inesperada: morir a manos de quienes deben amarte.
Ahora bien, en la Ciudad de México por constreñirme a un espacio definido, el espacio común es una ilusión que se constituye como inercia de la modernidad. Somos demasiados seres, atados a la utopía de la comunicación. Los individuos se relacionan entre sí, aunque tengan temor del vecino, del extraño o el otro; sin embargo, esta no es una relación fraterna, inteligente o ecológica, sino una reunión descabellada de indigentes.
Definamos por ahora la ecología como la buena relación que existe entre la inteligencia y la gratitud (A. Finkielkraut). Las multitudes cuyos miembros se conectan entre sí por medio de aparatos y sistemas tecnológicos, crean una red que no sustituye, ni crea una comunidad humana, pero en cambio sí da lugar a su paradoja. Quiero decir que la catástrofe es así sustituida por una droga extraordinaria y en verdad eficaz: el sueño o alucinación de una normalidad.
La catástrofe a la que aludo consiste en esa multitud de seres que se apretujan o contraen en el elevador de un edificio, en el transporte urbano, en las avenidas congestionadas de vehículos “inteligentes”, en las aceras angostas colmadas de tinglados comerciales, en los cientos de miles de semáforos cuya función consiste en amansar y regular el paso y trasiego de la masa humana. ¿Cómo es que se ha podido llegar a un escenario semejante y asumirlo como normalidad, comunidad o progreso?
Creo que no es abusivo decir que el pensamiento inteligente es aquel que se dedica a establecer relaciones con el propósito de dar lugar a un conocimiento que nos prevenga y defienda de morir en manos del extraño. La conexión tecnológica desmesurada de la que hoy somos objeto simula la normalidad que hipotéticamente tendría que existir en la convivencia entre los individuos; quiero decir entre quienes tienen miedo a morir en manos de los otros.
Piezas de un ajedrez enloquecido —uno que perdió los orígenes y la mecánica de sus propias reglas— nos conectamos en pos de una simulación de buena vecindad, sí, mas ello significa dotar de un virtual y gigantesco maquillaje a la catástrofe de haber extraviado la posibilidad de una comunidad sensata, atenta a sus relaciones vitales, ecológica e inteligente.
Yo acepto, al menos, la inmovilidad a la que he llegado como ciudadano de esta urbe pervertida; cuando pensábamos que su eclosión se hallaba próxima a causa del extravío de la noción de buena comunidad, aparece, de pronto, la conexión infinita, las redes, la multiplicación obscena de los rostros en la pantalla: el todo ficticio que avanza hacia la nada; una vez saturadas las coladeras físicas, se crea una infinita atarjea virtual poblada por seres que han perdido el sentido de la catástrofe y que, incluso, han desterrado la nostalgia de habitar alguna vez un entorno en el que los sicópatas no acechen nuestros pasos.
Cuando apago el celular, incluso durante semanas, o me niego a subirme a un vehículo para así obligarme a caminar, cuando reprocho ásperamente el ruido de los comerciantes o me rehúso a consultar mis correos durante días, o me alejo de las noticias sociales refugiándome en el esqueleto de un individuo impotente para establecer relaciones nostálgicas, sólo estoy fingiendo una rebelión por demás inútil.
Dicho de otra manera, me entrego a la nostalgia de lo que jamás pudo haber sido. ¿Elecciones políticas? Simplemente son absurdas: tienen su no lugar en el teatro virtual, pero su posibilidad como continuación de una ideología, concepción, religión o utopía del bien y su nostalgia de progreso y futuro, son un verdadero dislate sicológico. Somos demasiados, la conexión desbordada crea ilusión de normalidad y convivencia, esto es un jodido desastre de carne acumulada y conectada entre sí. ¿O el loco soy yo?