Recuerdo que, siendo muy joven, durante los primeros años que asistí a la universidad, comencé a interesarme por el concepto de anarquismo. Me imagino que, como la mayoría de las personas de esa edad, uno persigue sus instintos y se tropieza o cae sin demasiado dolor; y se levanta y vuelve a caer, y así hasta que acaece el cinismo y el alma nihilista. Poco antes de aficionarme al pensamiento anarquista, acaso antes de mis veinte años, me dediqué compulsivamente a leer novelas, ficciones o cualquier libro que cayera en mis manos (no fui en definitiva una persona digamos normal). Más tarde me pregunté si el anarquismo, no como una doctrina, historia o sistema de ideas, sino como tendencia del ánimo, temperamento, humor ético o como un estar en contra de la autoridad que se me imponía sin preguntarme, si ese anarquismo se relacionaba de alguna forma con la literatura. Y mi respuesta fue en general afirmativa. Lo sigue siendo. Leí a los anarquistas de cabecera que todos conocemos, William Godwin, Malatesta, Flora Tristán, etc... sin embargo, creo que hasta los días actuales, ya a punto de palmarla, soy capaz de comprender aquel ánimo romántico un poco más.
Como invitado a un mundo extenso e inédito en mi cultura llegó a emocionarme la figura y pensamiento de Pierre-Joseph Proudhon, autodidacta tardío, cervecero, tipógrafo, un filósofo que prefería el individualismo social por encima del egoísmo, y una administración justa en vez de un gobierno: él escribió La guerra y la paz cuyo título tomó después Tolstoi para nombrar una de sus obras más célebres. A Proudhon no le molestaba contradecirse argumentalmente y llegó a exclamar consignas tan escandalosas como “La propiedad es el robo”, sentencia que le valió el descrédito, el desempleo e incluso la cárcel. Uno de sus más famosos discípulos, Mijaíl Bakunin, gran bebedor de brandy, por cierto, mantenía viva e insólita la idea de que el impulso destructor podía también ser creativo, original, liberador. Es posible que la noción de anarquismo que más se haya extendido hasta nuestros días sea la que expresó Bakunin: acción destructora que construye mundo.
Por aquellos años de gárrulo idealista también me acerqué a Piotr Kropotkin, ruso, aristócrata, heredero de príncipes, quien, no obstante su linaje, tendió al ascetismo y concibió una especie de anarquismo humanista en el que la ayuda mutua y la buena administración entre iguales sustituía la figura del mago, del mesías, del guía o del sacerdote. Kropotkin pensaba que las revoluciones no debían ser llevadas a cabo por los revolucionarios, sino que estos sólo tenían que servir como hilo conductor o conexión entre los insatisfechos o explotados por las clases poderosas. Sabemos que Kropotkin solía viajar casi sin equipaje y que no era de estirpe violenta, como Bakunin, sino más bien solidario, colectivista y afable, tanto así que su funeral fue seguido en Moscú por un cortejo que ocupó varios kilómetros de largo.
Recuerdo haber leído a Errico Malatesta que, sin demasiada urdimbre filosófica, escribió que la solidaridad humana pesaba más que la esclavitud y el sobajamiento ante cualquier gobierno doctrinario. En fin, en algo se relaciona esta necesidad de libertad con la literatura cuyo fundamento es la imaginación que se desborda a sí misma y no puede mentirse porque es lo que tiene que ser; la literatura es una mentira real, humana, absurda en tantos sentidos que se toma de la mano con la imaginación para crear mundos más o menos terribles que el nuestro.
Años después cuando abandoné la universidad y leí a autores como Oscar Wilde, Fernando Pessoa, José Agustín, Roberto Arlt o Philip Roth supuse que el anarquismo se hallaba implícito en sus obras.