La transformación reciente del Poder Judicial de la Federación y de sus homólogos locales plantea un dilema mayor: ante la pérdida de las garantías institucionales de la independencia judicial, la única vía que queda abierta es que las ministraturas construyan o se ganen su legitimidad en el ejercicio mismo de sus cargos. Esto significa que su autoridad no podrá darse por sentada, sino que deberá edificarse a través de sentencias apegadas a la constitución, a los derechos humanos y a la división de poderes. En otras palabras, más que un acto de fe en la conciencia individual de cada juzgador —“apelar a los cielos”, diría John Locke—, se trata de una exigencia ineludible para mitigar el impacto negativo de su cuestionado origen electoral.
Las declaraciones del nuevo ministro presidente de la Corte, Hugo Aguilar, resultan alarmantes: “se resolverá con derecho, pero con justicia”. Ambos elementos, sin duda, deben ir de la mano. ¿O a cuál otra justicia se refiere? Precisamente para ello están las reglas, los principios constitucionales y las convenciones internacionales que vinculan a todas las autoridades. No se trata de inventar la justicia desde una visión subjetiva, sino de ejercerla dentro del marco normativo que la hace vinculante para todos.
De ahí que su legitimación deba edificarse en el día a día, a través de decisiones judiciales que prevengan y sancionen los abusos de poder, empezando por los cometidos por los propios poderes del Estado. Será indispensable que las sentencias de la Corte estén apegadas a la constitución, a los derechos humanos reconocidos en tratados internacionales y a una estricta división de poderes. Sin ese anclaje normativo, resulta imposible cumplir con los mecanismos de control constitucional que tienen a su cargo: el amparo, las controversias y las acciones de inconstitucionalidad.
Pero el escenario es complejo. Hoy existe una alineación casi total de los poderes en beneficio –por no decir al servicio– del partido mayoritario. MORENA y sus aliados no solo encabezan el órgano ejecutivo, también gozan de una mayoría hegemónica en el poder legislativo que les permite decidir en solitario, incluso en materia de reformas constitucionales. Ese poder les ha permitido colocar a la totalidad de las candidaturas en los más altos tribunales del país, incluida la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Es evidente que, en un contexto como este, la Corte electa enfrentará mayores dificultades para actuar como contrapeso frente a los demás poderes. El riesgo es que el Pleno termine interpretando su mandato no ya como el reflejo del voto de la raquítica minoría ciudadana que los eligió –y que, “milagrosamente”, coincide con la del gobierno en turno–, sino como una encomienda política subordinada a los partidos o grupos que respaldaron sus candidaturas. La preservación de su independencia frente a presiones partidistas y electorales será, por tanto, el núcleo de su legitimidad.
Ahora bien, incluso si se superan estos desafíos, no podemos olvidar lo que la reforma dejó intocado: los problemas estructurales del aparato de justicia. La corrupción, el nepotismo, el rezago judicial, la justicia retardada y la impunidad seguirán afectando directamente a la ciudadanía. La elección judicial no fue, ni podía ser, una varita mágica para resolver tales problemáticas.
De ahí que la legitimidad de la SCJN solo podrá pervivir mediante decisiones imparciales y estrictamente apegadas a derecho. Si las nuevas ministraturas logran comprender que su responsabilidad es con la ciudadanía y no con quienes impulsaron sus candidaturas, quizá aún podamos sostener un mínimo de esperanza. De lo contrario, habremos perdido completamente la independencia del sistema de justicia constitucional mexicano.
Investigadora de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM e Investigadora Nivel I del Sistema Nacional de Investigadores






