Las mujeres en la academia enfrentamos, además de brechas de representación, reconocimiento y salariales, un conjunto de violencias normalizadas en la vida institucional cotidiana. Tenemos que abrirnos camino en un terreno siempre disparejo y, además, empedrado. Y cuidado con denunciar porque todo lo que digas en ese intento desesperado será usado en tu contra. El reciente caso de demanda por “daño moral” presentado por el director del CIDE, José Antonio Romero Tellaeche, en contra de la profesora investigadora Catherine Andrews, es un ejemplo claro de esta dinámica.
Las académicas que denunciamos acoso laboral o violencia de género solemos encontrarnos en una posición de desventaja dentro de ambientes altamente jerarquizados, donde las estructuras siguen reproduciendo, en la gran mayoría de los casos, las estructuras patriarcales en las que ellos tienen las de ganar. El caso Andrews-Romero no es excepcional; sigue un patrón documentado y recurrente. Ya nos la sabemos: todo inicia con una denuncia de acoso laboral promovida por una mujer contra una autoridad, a la que se suman testimonios similares de otras compañeras. Sin embargo, con frecuencia no se cuenta con recursos internos oportunos y efectivos para ser desahogados. Suele ocurrir, como en este caso, que la respuesta es una omisión institucional sistemática que busca ahogar, por el contrario, el eco de aquellas que se atrevieron a alzar la voz. En otras palabras, minimizar, ignorar o de plano desestimar las acusaciones, y con ello también desanimar futuras o concomitantes denuncias.
La mano está cargada desde el principio, sobre todo cuando quien acusa —la presunta víctima — es mujer y subordinada y quien es acusado —el presunto victimario — es tu jefe. Un jefe, como lo es Romero que, además de ser una autoridad, mantiene una plaza definitiva como profesor investigador, ha sido nombrado como investigador emérito Nacional y ha sido ratificado como director del Centro de Investigación y Docencia Económicas, a pesar de los señalamientos de plagio, opacidad y parcialidad en contra de la comunidad del CIDE en el desempeño de su cargo.
Pero aquí estamos ante algo todavía más grave. La demanda de daño moral contra Catherine Andrews representa la instrumentalización del aparato judicial para intentar contener la crítica, desvirtúa el propósito de esa figura legal y es un acto intimidatorio en contra de Andrews y de cualquier otra que se atreva a señalar comportamientos de violencia, acoso o abuso de poder. Una herramienta pensada para reparar afectaciones a la dignidad o la privacidad no puede ni debe funcionar como un escudo para blindar a las autoridades frente al escrutinio público o académico. Su utilización por parte de un funcionario que ejerce un poder jerárquico para confrontar a una subordinada que denuncia, deja de ser un mecanismo de defensa y se convierte en un mecanismo de disciplina.
Ese el mensaje subyacente que emite esta demanda: amenazar con castigar a quien señala. En una frase: el miedo como una herramienta de gobernanza disuasoria.
Guadalupe Salmorán Villar. Investigadora del Instituto de investigaciones Jurídicas de la UNAM y Profesora Visitante [Fellow In Residence] del Center for U. S. -Mexican Studies de la UC San Diego X: @gpe_salmoran

