Escribo este texto, no tanto por las alusiones personales que hace sobre mi columna “El ocaso de la democracia: ¿realmente hay algo que perder?”, sino con el ánimo de contribuir al debate sobre la crítica situación en la que —desde mi perspectiva— se encuentra la democracia mexicana. Mi intención es seguir reflexionando —como señala Coste— sobre “los puntos rescatables y los puntos flacos de la transición a la democracia” en nuestro país.

Aclaro, para comenzar, que la afirmación de Coste es falsa: mi columna no es una crítica a su texto. Como dije, mi opinión surge de múltiples lecturas recientes sobre este tema crucial, incluido el sugestivo número de Nexos titulado Réquiem por la transición democrática, en el que participa Coste. Pero no me limité a su colaboración: leí el volumen completo, además de otras tantas fuentes.

Despejado el autocentrismo desde el que escribe Coste, reafirmo que mis palabras —y las frases que cita— no están dirigidas a él ni mucho menos a todos “los sectores con una visión crítica de la transición”, con los que él se identifica. Rechazo sus generalizaciones, pero me tomo en serio sus ideas. A diferencia de él, para discrepar no necesito equiparar sus planteamientos a una “caricatura” ni tampoco “descafeinarlos” —aunque no sepa muy bien qué quiera expresar con esto.

Una lectura pausada de mi columna permitiría a Coste —y a las personas lectoras— advertir que coincidimos más de lo que él (pre)supone. Primero, aunque el tema no era objeto mi columna, concuerdo con Coste en que “la transición a la democracia se gestó a la par de reformas neoliberales que derivaron en mayor concentración de la riqueza y desigualdad”. Así que ni me gusta ni niego que haya ocurrido así. De hecho, agrego, tanto en el sexenio anterior como en el actual, dicho modelo económico ha permanecido prácticamente intacto. Segundo, suscribo su tesis de que la transición democrática supuso una transformación cultural de las clases medias, pero –lo digo en mis propios términos– no logró arraigarse en los sectores populares. Tercero, me incluyo entre quienes mantienen una visión crítica de la transición: yo misma me resisto a juzgar lo que está haciendo Morena y sus aliados únicamente en comparación con el pasado, pues ello corre el riesgo de alimentar una nostalgia selectiva que idealice ese periodo, minimice sus defectos y deslice hacia un conformismo que, casi sin advertirlo, nos lleve a preservar acríticamente el statu quo.

¿En qué discrepo entonces? No estoy de acuerdo con quienes reducen el proceso de transición a la democracia es un simple “discurso”, “relato” o “narrativa” de unos cuantos —que se sienta aludido quien así lo considere. Como sostuve en mi columna, esa interpretación borra la complejidad histórica del proceso, tiende a minimizar las conquistas institucionales y políticas efectivamente alcanzadas y sugiere, cuando menos, la idea de que estos avances cayeron “desde lo alto”, cuando en realidad fueron fruto de las demandas y luchas ciudadanas, de partidos y demás actores relevantes.

Las condiciones para la renovación periódica del poder mediante elecciones libres, equitativas y auténticas, aunque imperfectas, han sido una realidad; de lo contrario la 4T no tendría que recurrir a la manipulación de dichas reglas a través de una reforma electoral para desmantelarlas.

Por supuesto, lo he repetido en múltiples ocasiones: . Esta forma de gobierno es exigente y compleja, que demanda la participación política constante de la ciudadanía. Pero las reglas e instituciones democráticas no son principios abstractos, son expresión y garantía de nuestros derechos políticos, pues condicionan nuestra capacidad para influir en las decisiones que nos afectan colectivamente.

Lamento insistir, pero la democracia por sí sola no puede resolver problemas estructurales como la desigualdad o la pobreza. Estas cuestiones dependen en gran medida de las decisiones y prioridades que adopten los partidos, nuestros representantes y gobiernos en ejercicio. Por eso, desde mi perspectiva, ese reclamo legítimo debe dirigirse a quienes ejercen el poder, no a la democracia como forma de gobierno. La democracia podrá no garantizar por sí misma justicia social, pero sí propicia un ambiente de libertad para poder exigirla, además de ofrecer un espacio para procesar nuestras diferencias políticas, confrontar las diferentes perspectivas respecto del rumbo de la vida pública –que, por supuesto, incluyen las políticas y estrategias económicas– y alcanzar acuerdos.

Sin embargo, de confirmarse el proyecto de reforma electoral presentado como promesa de campaña presidencial en las elecciones de 2024, esas condiciones, libertades y posibilidades estarán seriamente amenazadas.

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