En el golf profesional actual, donde los cheques suelen ser el centro de atención, el torneo más emocionante no reparte ganancias a los jugadores. La Ryder Cup, que cada dos años enfrenta a los 12 mejores estadounidenses con su contraparte europea, cumple este septiembre 99 años de historia y tendrá como escenario la imponente Nueva York.
Por primera vez en casi un siglo, los integrantes del equipo estadounidense recibirán una compensación directa. A partir de 1999, cada jugador percibía 300 mil dólares para donación a una fundación de su elección; este año, además de esa aportación, cada uno tendrá 200 mil de uso personal. La cifra, sin embargo, resulta simbólica. Scottie Scheffler, por ejemplo, ganó en promedio 1.4 millones por torneo, en esta temporada. Del lado europeo, los jugadores seguirán sin percibir pago alguno.
El contraste con las finanzas del evento es inevitable. El PGA of America proyecta ingresos por encima de 130 millones de dólares, en esta edición. Sólo en boletaje, con los más económicos costando 750 dólares y más de 40 mil aficionados diarios, se calcula que ingresen arriba de 90 millones, a los que se suman cerca de 55 millones por derechos televisivos.
“Nunca deberíamos cobrar”, dice Luke Donald, capitán europeo. “Yo pagaría por jugar”, asegura Rory McIlroy. La mayoría de los jugadores coincide en que la grandeza de la Ryder Cup está en su pureza, en no corromper la competencia con premios económicos. Evidencia que sostiene la tesis de que los grandes logros deportivos trascienden cualquier cifra.
Pero, si usamos a estos 24 jugadores como caso de estudio, encontramos que lo que los mueve no son los ceros en los cheques, sino cumplir el sueño de estar ahí. Matt Wallace, tras quedar segundo en el Omega European Masters (y llevarse más de 250 mil dólares), rompió en lágrimas por quedarse fuera de la Ryder Cup.
Y esa es la esencia del torneo más esperado: El honor de representar, la adrenalina de competir por algo más grande que uno mismo, la posibilidad de escribir una página en la historia. Scheffler, McIlroy, Rahm o Cantlay ya no necesitan un dólar más para seguir compitiendo. Lo que necesitan es alimentar ese fuego interior que un día, siendo niños, los hizo soñar con estar ahí.
La Ryder Cup es el recordatorio de que el deporte, en su versión más pura, no se mide en ceros.
Pedro Gil
Director Administrativo de Alto Rendimiento Azteca
@pedrogild






