Salió de su patria. Fue la primera mujer jefa de Estado de su nación. Estuvo en un ambiente donde prevalecían los hombres. Un macho llegó primero, y se fue, dejándola, aunque siempre estuvo y está presente… No, no me refiero a la presidenta mexicana, sino a Violeta Barrios Torres, presidenta de Nicaragua, que murió hace seis días en Costa Rica, en el exilio, expulsada, como muchos de sus compatriotas de su tierra, por la tiranía bestial de los copresidentes Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Violeta fue la primera mujer que obtuvo la presidencia de su país, mediante el voto de los ciudadanos en todo el continente americano. Antes, Isabel Perón fue electa Vicepresidenta junto a su esposo y logró el cargo tras su muerte, y Lidia Gueiler en Bolivia es nombrada presidenta por el Congreso, después de un golpe de Estado y una represión brutal, ocho meses después es derrocada, también por otros asesinatos.
Violeta Barrios, viuda de Joaquín Chamarro, liquidado por pistoleros somocistas, ganó la presidencia en 1990; y debemos decirlo, Daniel Ortega que había llegado al poder con las armas, lo entregó en ese entonces, respetando el mandato popular como lo dijo el 26 de febrero de aquel año. Única vez, porque si acaso contáramos la presidencia de la Junta de la revolución sandinista que triunfó el 19 de julio de 1979, con el golpe de estado de Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial, compiten por ser la autocracia más longeva del mundo.
Doña Violeta emprendió una verdadera transición, reconciliación y puso fin a la guerra entre nicas. Escuchó y respetó a la oposición. Conformó un gobierno en el que incluyó, como jefe de las fuerzas armadas, al hermano de su adversario electoral Humberto Ortega. Le llovieron disidencias internas y ataques externos, como el del senador conservador estadounidense, Jesse Helms. Pero ella no tenía resentimientos en su corazón, ni telarañas en su cabeza; era claro que gobernaba, en unidad, para todos.
Inició la recuperación económica, con muchos traspiés, fuerte inflación, desempleo y privatizaciones, y también dio paso a la plena libertad de expresión. Fue un amanecer democrático en Nicaragua dos años después de que Manuel Clouthier, Rosario Ibarra y Cuauhtémoc Cárdenas reclamaran el fraude electoral de 1988, maniobrado por Manuel Bartlett. Chamorro inspiró al PAN de entonces, por eso extraña que ni una esquela, ni una mención de duelo de sus dirigentes, ni de la ODCA, ni de nadie. Sólo el expresidente Felipe Calderón la recordó en sus redes sociales.
No extraña el silencio del gobierno de Morena. ¿Feminismo selectivo? No le importa que Nicaragua se desgarre y desangre con otra dictadura, “cruel, feroz, inhumana y sádica”, como la definió Carlos S. Maldonado, periodista de El País, al dar a conocer el fallecimiento de la mandataria.
Nicaragua y Violeta Barrios dejan lecciones: sembrar democracia, no es cosechar democracia. La democracia no es un lugar al que se entra, sino una vivencia que se nutre. No es entretenimiento ocasional con boletas y acordeones, es deber cívico permanentemente. No es un estadío social, es un terrible deber cotidiano. El sandinismo se transformó en somocismo desalmado, como el PRI corrupto derivó pronto, con muchos nombres y apellidos idénticos, en un Morena autoritario. Metamorfosis política, donde la oruga no deja de ser rastrera, aunque tenga bellísimas alas de mariposa que embelesan a ingenuos. La democracia no es libre mercado, ni privatizaciones, ni siquiera sólo es libre expresión; debe ser justicia social y oportunidades de desarrollo para todos.
En su misa fúnebre, su hijo Carlos prometió regresarla cuando Nicaragua vuelva a ser República. Ojalá sea pronto, porque los reyes se multiplican, se van de Kananaskis, Canadá, del Palacio Nacional mexicano, pero siguen presentes. Con Violeta Chamorro, también estuvo un hombre siempre presente, Ronald Reagan. Todos con “animus regis”. Mucho republicanicida. ¡Salve a ti, Violeta Barrios!
Diputado federal