Metido de lleno en su campaña para reelegirse como Auditor Superior de la Federación, el titular del órgano fiscalizador concedió la semana pasada una amplia entrevista a un periódico en la que promueve lo que define como un cambio de “paradigma profundo” en la fiscalización que realiza la institución. Un “viraje que está cambiando la esencia misma del organismo” que encabeza. Dejar de ser un cazador de irregularidades “para convertirse en un guardián que previene el mal uso del dinero público” donde “la labor más importante se enfoca en la prevención de irregularidades en la ejecución de los recursos públicos” y ya no solo en la identificación de anomalías. Señaló que “no se trata de cazar errores, sino de enseñar a evitarlos”. “Fortalecer el conocimiento de los actores para un mejor uso y destino de los recursos públicos” mencionó. “A veces no solamente es corrupción. A veces es falta de capacitación”, precisó.
Bajo esta “filosofía”, que afirma les ha funcionado, señala que se logró reducir el monto de lo observado —qué bueno que lo reconoce—, pero aclara que no es porque sean complacientes —nada de eso—, sino porque han logrado “que cada quien haga lo que le toca, que sean responsables y que no se crean todo lo de sus colaboradores…”(sic).
Pareciera que con estas explicaciones tan simplistas pretende convencernos de que gran parte de las posibles irregularidades que antes se revelaban en los informes de resultados que emite la Auditoría Superior de la Federación (ASF) —muchas no han sido aclaradas a la fecha—, en realidad correspondían a errores, falta de responsabilidad o insuficientes conocimientos de los servidores públicos en el uso de recursos públicos, pero no a actos de corrupción, por lo que ahora se presentan menos observaciones. En este “viraje”, la ASF se enfoca en capacitar y sensibilizar a los servidores públicos para que hagan lo que les toca y se responsabilicen, como un buen tutor.
Esta narrativa, en el contexto de una reducción sustancial en resultados, en la presentación de denuncias penales y de las escasas consecuencias de la acción fiscalizadora, me suena a algo más parecido a un “abrazos no balazos” que tanto daño le hizo a México en materia de seguridad durante la administración anterior, pero aplicada a la fiscalización superior y al combate a la corrupción.
Ni el mandato constitucional ni la ley reglamentaria contemplan que la ASF deba enfocarse en “la prevención de irregularidades en el manejo de recursos públicos” para convertirse en el “guardián que previene el mal uso del dinero público” ni “fortalecer el conocimiento de los actores para un mejor uso y destino de los recursos públicos”. Más bien, la ASF tendría que ser un vigilante del debido uso de los recursos públicos y en su caso, generar los documentos jurídicos que tengan como propósito que se llegue a sancionar su uso indebido. Lo anterior no significa que la prevención no sea relevante, lo es, pero se logra mediante las recomendaciones que se realizan a los entes públicos como parte del proceso de fiscalización, pero esa no es la prioridad de la fiscalización superior.
Como he comentado con anterioridad, la narrativa oficial de la ASF pretende presentar una institución funcional, robusta, moderna, eficaz y productiva. Esta es la fachada de una institución que, según su titular, cumple cabalmente con su mandato constitucional. Sin embargo, existe un abismo entre el discurso oficial y la evidencia de un impacto decreciente de la acción fiscalizadora y una autonomía comprometida.
Como un dato duro, señalaría que durante lo que va del año 2025, la ASF ha presentado únicamente tres denuncias penales que suman casi 200 millones de pesos. Una de estas por solo tres millones de pesos, digamos un monto insignificante si lo comparamos con el universo de recursos que se fiscaliza. Los hallazgos de la ASF rara vez se traducen en la restitución del daño al erario, lo que fomenta la impunidad.
Actualmente la ASF muestra signos de una grave erosión institucional y pérdida de credibilidad, principalmente entre la comunidad de expertos que conocemos su mandato constitucional y comparamos sus resultados con la alta corrupción existente que está dando lugar a una nueva camada de ricos emanados de la austeridad republicana, de quienes decían no ser iguales. Esta degradación se manifiesta en una vulnerabilidad demostrada a la sumisión y al atrapamiento institucional de grupos políticos, así como a una complicidad al evitar generar denuncias que puedan dar lugar a consecuencias sancionatorias en casos de corrupción por temor a enfrentar las posibles fricciones políticas.
La ASF produce informes que documentan la corrupción, pero éstos ya no activan de manera confiable las etapas subsecuentes que puedan dar lugar a una sanción, quedan en una especie de limbo donde permanecerán por años. Si los hallazgos de la ASF no conducen a consecuencias reales, todo el ejercicio multimillonario de la fiscalización superior se convierte en una gran escenografía destinada a engañarnos en lugar de ser un genuino instrumento de control del Estado, lo que representa una amenaza existencial para la relevancia de la institución.
El debilitamiento de la ASF tiene un efecto corrosivo y fomenta un clima de impunidad, enviando la señal a los funcionarios públicos de que la corrupción probablemente quedará sin castigo. En última instancia, erosiona la confianza pública en la capacidad del Estado para vigilarse a sí mismo. Sin duda estamos en presencia de los “abrazos no balazos” en la fiscalización superior o ¿usted se cree lo de ser el guardián que previene el mal uso del dinero público?
Experto en fiscalización. X: @gldubernard