El pasado fin de semana fue uno de los más tensos en la historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos. La orden del presidente Trump para establecer aranceles generalizados del 25% a los productos mexicanos amenazaba con descarrilar, no solo la viabilidad del tratado de libre comercio, sino a sectores enteros de la economía.
Finalmente, la sangre no llegó al río; el lunes 3, Sheinbaum y Trump hablaron, acordaron mantener abiertas las negociaciones, trabajar juntos y aplazar los aranceles un mes. Un acuerdo similar se alcanzó horas después entre Estados Unidos y Canadá. Sin embargo, no estamos -ni de lejos- ante el final de esta historia.
Más vale tenerlo claro: Este episodio de guerra comercial no es una simple consecuencia de la personalidad de Trump, ni un capricho aislado. Se trata, por el contrario, de la más reciente señal de un cambio de época; es el fin de la globalización, y el principio de algo distinto.
Para entender lo que implica el final de la globalización, debemos comprender su origen. Las bases el modelo en que vivimos hasta hace unos meses se establecieron en 1944, justo durante los momentos más intensos de la Segunda Guerra Mundial, a través de los acuerdos de Bretton Woods.
Grosso modo, estos implicaban 2 grandes promesas de parte de los Estados Unidos a sus aliados:
- Estados Unidos abriría sus mercados a las exportaciones del resto del mundo, con aranceles mucho más bajos de los normales, y la puerta estaría abierta incluso para aquellos países que mantuvieran “cerradas” sus propias puertas arancelarias.
- El ejército de Estados Unidos custodiaría las rutas comerciales globales, protegiendo a todos los barcos. A diferencia del esquema que había existido desde la antigüedad hasta la imperial Gran Bretaña, donde los grandes ejércitos solo protegían los cargamentos de su nación, mientras hostigaban a los de banderas ajenas, el modelo norteamericano implicó cuidarlos a todos, portaran o no la bandera estadounidense.
En un primer momento, los beneficios de Bretton Woods estaban enfocados a los 44 países firmantes, que incluían a Norteamérica, Australia y buena parte de la Europa occidental. Unos meses después de aquel acuerdo, por fin terminó la Segunda Guerra Mundial y, con esa misma cosmovisión, los Estados Unidos esencialmente subsidiaron la reconstrucción europea, por medio de los financiamientos multimillonarios del Plan Marshall, y a través de las ventajas económicas ya citadas, que sentaron las bases para el bloque capitalista en los albores de la Guerra Fría.
Conforme avanzó el siglo XX, el bloque del comercio global se extendió a más países, destacando particularmente la inclusión de China, a partir de la recta final de la década de los setenta (tras un complejo proceso de negociaciones que habían iniciado desde la administración Nixon). Estados Unidos no solo le abrió las puertas de su mercado a los productos chinos, sino que le brindó a dicha nación el respaldo logístico y comercial que le permitieron a China construir una enorme cantidad de riqueza interna, sacar a 700 millones de personas de la pobreza y convertirse en el centro manufacturero más importante a nivel mundial.
Unos años después, se desplomó el comunismo soviético y se abrió la cortina de hierro. Los países de Europa del este se integraron al bloque occidental y -junto con sus relucientes insignias de ingreso a las instituciones europeas- obtuvieron el acceso a los privilegios pagados de la globalización, que incluyen el acceso al mercado norteamericano y la protección a las cadenas de suministros globales, al que se suma -especialmente en el caso de Europa- el monumental subsidio de la defensa nacional.
Sí, a partir de la Segunda Guerra Mundial y durante todas las décadas posteriores, el ejército norteamericano asumió una buena parte del costo de la defensa europea, y este rango se amplió paulatinamente hasta convertir a los Estados Unidos en el “policía del mundo”.
Los ciudadanos y empresas estadounidenses aceptaron este modelo no solo por buenas gentes, sino porque lo vieron como una inversión provechosa. A cambio de los subsidios al comercio global, los Estados Unidos encabezaron la mayor expansión de riqueza en la historia humana, mientras los “milagros” -mexicano, español, japonés, coreano, chino y un largo etcétera- crearon las clases medias capaces de producir y consumir los frutos de las economías de escala que llevaron a su límite los avances de la revolución industrial.
Sin embargo, ese modelo ya topó, por varias razones:
- El costo de esos subsidios representa un lastre cada vez mayor sobre las finanzas estadounidenses. Aunque la actual crisis presupuestal (que tiene al Congreso sumido en el ridículo de legislarse cada 6 meses un nuevo “techo” para la deuda) es en muy buena parte un problema interno, los efectos de las “ayudas” al exterior se vuelven mucho más notorios entre más se acumulan los costos por pagar, con el gobierno operando en el equivalente de sacar una nueva tarjeta de crédito y utilizarla para pagar el saldo para los pagos mínimos de las otras 25 tarjetas.
- La opinión pública norteamericana está fastidiada de que los países beneficiarios (es decir, básicamente todos) ya dan por sentadas las ventajas de Bretton Woods y ni siquiera se molestan en responder con un mínimo de gratitud. Para ponerlo a escala humana, es pagarle las cervezas a toda la mesa, y que ni siquiera pretendan ser tus amigos.
- Especialmente China aprovechó las condiciones del pacto globalizador para multiplicar su manufactura, además de utilizar el dinero y las ventajas pagadas por los contribuyentes norteamericanos para comprarse su propio imperio y desplazar a los Estados Unidos en su zona natural de influencia (el sureste asiático) y extenderla paulatinamente en África, Europa, e incluso América Latina.
- Las condiciones demográficas y tecnológicas que hicieron económica y políticamente atractivo el modelo globalizador han dejado de existir. Conforme avanzan la inteligencia artificial y la impresión en 3d, la manufactura dejará de ser un juego de escala, para enfocarse en el diseño y la personalización. Ya no necesitarás millones de personas para producir y para consumir; y ya tampoco habrá esos millones. El invierno demográfico avanza mucho más rápido de lo esperado, no solo en Europa o Japón, también en América Latina, en Asia continental e incluso se acerca a África.
En las nuevas condiciones, la idea de reconcentrar inversiones en América se vuelve mucho más atractiva para los Estados Unidos. Entonces, adiós a la globalización, y bienvenidos al nuevo modelo.
La clave está en uno de los comunicados que emitió el fin de semana la Casa Blanca, para explicar los aranceles contra México, China y Canadá: “el acceso al mercado norteamericano es un privilegio. Los Estados Unidos tienen una de las economías más abiertas del mundo, y los aranceles promedio más bajos del mundo”. En palabras del propio Donald Trump, según dijo el pasado 2 de febrero “tenemos grandes déficits con Canadá, México y China (¡y casi todos los países!) ya no seremos el ‘país estúpido’ nunca más”.
Podemos no estar de acuerdo con su visión proteccionista de la economía, pero no podemos cerrar los ojos al cambio que está en marcha. Los hechos son los que son, a Trump la gente (desde los votantes hasta los grupos de poder) lo puso de regreso en la Casa Blanca para convertir esa visión de America First en una nueva forma de comercio, destinada a consolidarse durante las próximas décadas.
¿Cómo funciona el nuevo paradigma?
En lugar de una “globalización general” basada en el menor costo posible de las cadenas productivas, bajo la protección del ejército norteamericano, entramos ahora en una “globalización de bloques”, un deporte de conjunto, donde Estados Unidos le dará el privilegio de su mercado -y su protección- solo aquellos países que estén dispuestos a ponerse la camiseta y jugar en su equipo.
Jugar en el Team USA, significa alinearse -política y económicamente- a la estrategia de juego que se plantea desde Washington. Significa respaldar las prioridades de los Estados Unidos. Para acabar pronto, significa no jugarles chueco.
Los países que están dispuestos a aceptar ese compromiso van a jugar en el equipo norteamericano; los que no, deberán conseguirse espacio en el equipo de China, o quedarse aplastados en las tribunas.
En este escenario, ¿cuáles son las opciones para México?
El país no puede seguir jugando -como lo ha hecho durante las últimas décadas- a chiflar y comer pinole, recibiendo los beneficios de la amistad y el comercio norteamericano, para al mismo tiempo hacerse el díscolo cuando llegan las decisiones importantes. México tiene que decidir, y hay 3 sopas.
- Jugar en el equipo de los Estados Unidos. Obviamente México no sería el capitán, pero sí un titular indiscutible. Ya somos su principal socio comercial; ello, sumado a los efectos de la mera cercanía y a los casi 50 millones de paisanos que viven allá …y los millones de estadounidenses que viven acá, nos coloca en la envidiable posición de ser uno de los pocos países con verdadero soft power sobre Washington.
- Jugar en el equipo de China, con la desventaja de que ello implicaría una fractura traumática de la industria ya establecida, a la que suma el hecho de que estamos demasiado lejos y somos demasiado distintos como para que nos tomen en serio. Ni hablar de ser “titulares indiscutibles”; si bien nos va, nos tendrían en la banca, como una colonia periférica, sin influencia sobre la metrópoli.
- Quedarnos en las tribunas o apostar por un “bloque latinoamericano”, que equivalen, ambos, a la casi absoluta irrelevancia, condenados a la impotencia de observar a los grandes jugar en la cancha central, mientras nuestras decisiones causan en el mundo -si acaso- la displicente ternura que nos provocaron esta semana los aranceles de Ecuador.
De las tres opciones, la más viable es la de jugar con los Estados Unidos, y eso lo entienden hasta en Palacio Nacional, por más extraño que esto suene.
- El pasado 8 de diciembre, Claudia Sheinbaum señaló que el T-MEC “es la única forma de enfrentar con éxito la competencia económica y comercial con China”, y añadió que “América del Norte debe consolidarse como una región económica que avance cada vez más en la independencia de las importaciones de otras regiones del mundo”.
- Unos meses atrás, el 22 de abril, López Obrador afirmó que “Sí nos conviene la integración económica y le conviene a Estados Unidos y le conviene a México…tenemos que buscar que se consolide esa integración”, reiterando el concepto que ya había planteado, por ejemplo, el 18 de noviembre de 2021, en el sentido de que “la integración económica [de Norteamérica] con respeto a nuestras soberanías, es el mejor instrumento para hacer frente a la competencia derivada del crecimiento de otras regiones del mundo”. Más claro, imposible.
Visto lo visto, aunque de cara a la prensa el régimen le juegue al misticismo patriotero, quienes deciden en la 4T entienden que el mundo está cambiando, que las viejas certezas ya no lo serán, que la globalización general está cediendo el paso a la globalización de bloques, y que hay que escoger equipo.
Los morenistas van a negociar lo más posible, para que la alineación con Washington venga a cambio de que les dejen hacer a su gusto acá, pero hasta ellos saben que, una vez colada la demagogia, cuando llegue el momento de decidir, la ruta es hacia Norteamérica. Para México, la mejor opción es el Team USA, y en el régimen lo saben, aunque no les guste.