Una defensa del lucro suena extraña, pero es indispensable. En especial porque en México -y en Hispanoamérica en general- los merolicos políticos, e incluso la cultura popular, se han esforzado durante años en condenar al lucro como algo terrible y malvado, mientras, al son de la austeridad, los “líderes” se dan baños de pureza para enriquecerse hasta el punto del insulto a la sombra del gobierno.

Ese odio al lucro no solo es hipócrita, es tóxico, y se ha vuelto tan generalizado que en muchas ocasiones ni siquiera lo notamos. Desde los ataques a la “gentrificación”, hasta el vandalismo de las marchas y las exigencias de mayor intervención gubernamental, se esconde un rencor hacia lo privado, con un aderezo de utopía sobre lo “público”.

El fenómeno quedó muy en claro, por ejemplo, cuando el 9 de abril del 2021 el entonces presidente López Obrador anunció que no se vacunaría al personal médico del sector privado. A diferencia de los médicos y enfermeros del sector público, que ya estaban siendo atendidos; los que no cobran del gobierno tuvieron que esperar a que se les vacunara por la edad: “hasta que nos toque a todos” fueron las palabras literales del presidente.

Poco después, como parte de los esfuerzos para defender la decisión presidencial, Hernán Gómez, uno de los principales voceros tácitos de aquella versión del régimen, sintetizó en un tuit el discurso que inundó las redes sociales en defensa de la decisión presidencial: “Es una medida básica de justicia revertir esa lógica que sobreponía lo privado a lo público. Hoy primero está la salud pública y sus médicos, luego quienes lucran con la salud”.

Aquella declaración no era simplemente un hecho aislado; por el contrario, es un reflejo del desprecio sistemático que existe en buena parte de la sociedad latinoamericana hacia el “lucro”. Es decir, hacia el trabajar abiertamente a cambio de una ganancia.

Ese prejuicio absurdo es una de las raíces más profundas de la mentalidad anticapitalista y demagógica que ha sumido a Hispanoamérica bajo la bota de dictadores pretenciosos, hipócritas e (irónicamente) avariciosos, todo con base en una mentira, pues condenar el lucro es parte de un grotesco desconocimiento de la naturaleza humana.

En resumidas cuentas, el discurso en contra del lucro funciona más o menos así:

  • Se divide a las personas en dos grandes bloques: los bondadosos, que actúan por amor a la humanidad; y los malvados interesados, que actúan por amor al dinero.
  • Supuestamente los primeros están en el gobierno, dando “servicios gratuitos”; mientras que los otros están en el sector privado, cobrándole a la gente a cambio de atenderla o darle un servicio, mientras recitan un “juar, juar” de profunda maldad al son de las monedas del maldito oro corruptos.

Sin embargo, ese prejuicio no se sostiene en la realidad. ¿Por qué? Porque todos los seres humanos, trabajemos donde trabajemos, actuamos en búsqueda de una ganancia que nos permita avanzar de un estado poco satisfactorio a otro relativamente más satisfactorio. Sí. Siem-pre.

Ese es el motor básico de la acción humana y funciona para todas las personas. Más aún, en la mayoría de los casos los seres humanos definimos el avance hacia nuestros objetivos de bienestar tomando como referencia los ingresos económicos. Ya que el dinero -el “cochino dinero” nos permite acceder a los bienes y condiciones que valoramos, la gran mayoría de las personas vamos a trabajar por dinero. Así de sencillo.

Quizá en ocasiones existan algunas personas que sean capaces de sublimar sus deseos hasta el punto de que sólo les interese el bienestar de las almas y del prójimo, sin ningún apego terrenal o deseo de reconocimiento o recompensa. A estos en la cultura occidental cristiana los conocemos como santos; el problema es que por cada santo real que sinceramente exclama: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido”, hay una multitud de falsarios que de dientes afuera proclaman su amor por la humanidad, cuando en realidad los mueve la simple ambición, más grotesca aun por el añadido de la hipocresía.

Por eso las democracias modernas, especialmente las hispanoamericanas, van de decepción en decepción. En lugar de buscar gobernantes aptos, que cobren lo que valen y entreguen resultados, votan una y otra vez en busca de un santo que esté más allá de las avaricias del mundanal ruido y no se interese por el dinero o el estatus. Y, una y otra vez, en lugar de ese profeta iluminado se topan con vivales que hablan bonito mientras hunden a sus países en la miseria y en la corrupción.

Sí, en la corrupción, porque al demonizar la ganancia se generan incentivos para que las personas oculten dicho anhelo y entonces disfracen de amor por la humanidad lo que en realidad es su deseo de progreso personal. El doble discurso resultante nutre la corrupción, porque cuando salimos al mundo con la careta de un supuesto altruismo ya estamos corrompiendo nuestras intenciones y abriendo el camino para ser más susceptibles a otros tipos de podredumbre.

¿Cuál es el camino correcto?

El camino correcto es relativamente sencillo y consiste en entender que todos los seres humanos (salvo excepciones tan escasas como notables) nos movemos en busca de una ganancia y que por lo tanto el condenar la ganancia es condenar la naturaleza humana y aferrarse al fracaso.

¿Entonces? Todos nos movemos en busca de una ganancia económica (de estatus, etc.), lo que nos vuelve buenas o malas personas es si ese lucro es lícito o no: el lucro lícito lo conseguimos generando valor para las demás personas en forma legal y honesta. El lucro ilícito ocurre cuando se obtienen dichos beneficios a costa de dañar o engañar a los demás.

Por lo tanto, se puede obtener lucro lícito tanto en el gobierno como en el sector privado; del mismo modo que en ambos ámbitos podemos encontrar personas que obtienen ganancias ilícitamente. Y, en consecuencia, la bondad o maldad no está definida por el sector social, la profesión o la personalidad jurídica de quien nos paga la quincena, sino por nuestras propias acciones y decisiones.

Una buena noticia en defensa del lucro

La buena noticia es que, si entienden esto y dejan atrás la demagogia que maldice las ganancias, las sociedades hispanoamericanas pueden resolver de un solo golpe 3 de sus principales problemas: la pobreza, la corrupción y el desencanto político.

Se superaría la pobreza, porque al no demonizar a las ganancias del sector privado será más fácil desarrollar las condiciones para que florezca el talento emprendedor de cada vez más personas. Entre más empresarios generen valor para sus clientes, mayor prosperidad existirá en toda la sociedad

Se superaría la corrupción, porque como afirmó el ministro de la Suprema Corte, Louis Brandeis, “la luz del Sol es el mejor desinfectante”. Si reconocemos que los seres humanos tenemos una natural tendencia a buscar nuestro beneficio, aceptamos que dicha búsqueda es natural y distinguimos, no entre empresarios malignos y santos altruistas, sino entre lucro legítimo y lucro ilegítimo, daremos el primer y más importante paso para superar la hipocresía y la cultura de corrupción que ha marcado a los países hispanoamericanos.

Se superaría el desencanto político, porque dejaríamos de estar aferrados a encontrar presidentes inmaculados, perfectos e inexistentes. Nos enfocaríamos en buscar políticos eficientes, que obtengan un lucro honesto y legal de su actividad, en lugar de ir de merolico en merolico que vende supuesta santidad y luego resulta un corrupto de 7 suelas.

Todo eso, simplemente con entender que el lucro no es malo. Es, simplemente, humano.

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