De todos los venenos que se distribuyen en internet, uno de los más dañinos se cuenta también entre los más sutiles. Muchas veces no se detecta a simple vista, cuando lo empezamos a consumir parece motivarnos y hermanarnos con otras personas, nos llena con el orgullo de pelear “en el lado correcto” y rompe la rutina con la emoción del “combate”, pero es un engaño. Lenta pero inevitablemente, nos lleva a la amargura, al odio y a la parálisis, nos desactiva el razonamiento, nos convierte en poco más que marionetas. Ese veneno es la indignación.
Y vaya que el mundo es indignante. Basta con abrir cualquier aplicación de noticias o red social, para toparnos con infinidad de acontecimientos, opiniones y acciones dignas de nuestra más absoluta condena. La pregunta que deberíamos hacernos más a menudo es ¿Por qué?
La respuesta es bien sencilla: los seres humanos reaccionamos de forma mucho más intensa a aquellos impulsos que activan nuestras emociones. Entre más intensa la emoción que se detona al “consumir” contenido, más intensa nuestra respuesta e involucramiento (es decir, engagement, ojo con la palabreja, que es importante) con ese contenido y mayor nuestra empatía con quienes nos lo presentan.
Por eso las tías católicas comparten a diestra y diestra imágenes de Jesucristo, de Piolín o de los minions, por eso el internet está repleto de fotos y videos de gatitos y cachorros, por eso cuando ves una serie o película que “te toca el corazón” sales a recomendarla por todos lados, hasta el punto de marear al prójimo; las emociones positivas que te generaron esas piezas de contenido te mueven a actuar.
Ese mismo proceso funciona con las demás emociones, particularmente con el miedo, el enojo y el asco, que a su vez son los ingredientes básicos para cocinar indignación. Cuando observamos algo que al mismo tiempo nos atemoriza, asquea y enoja, la reacción natural es reaccionar, involucrarnos (engagement, otra vez) y actuar para combatir aquello que consideramos una amenaza.
Ahora bien, ello no es necesariamente malo. La indignación, y las emociones que la activan, tienen su utilidad. De vez en cuando nos topamos con cosas que realmente ameritan indignarnos, enojarnos, atemorizarnos y vomitar del asco; de hecho, incluso estas reacciones pueden mantenernos a salvo y ayudar a la preservación de la vida, la familia, la comunidad y la especie.
El problema es cuando esa indignación es embotellada, destilada, exacerbada y convertida en “alimento” cotidiano. En ese momento, la que en un entorno natural es una reacción útil, se corrompe y se convierte en un veneno potencialmente letal, que nos desgasta sin razón y eventualmente incluso nos bloquea el acceso a la razón misma, sometiéndonos a un ciclo sin fin de aquello que los expertos llaman “reacción de lucha o huida”; esencialmente un estado de instinto y de estrés, vulnerable a la manipulación.
Por supuesto, no se trata de algo nuevo. Desde hace milenios, gobernantes, politicastros y sinvergüenzas de todo tipo descubrieron y perfeccionaron el poder de la indignación para manipular a sus seguidores.
Hace un par de siglos, cuando la prensa escrita se popularizó, junto con ella surgieron mil y uno profesionales de la manipulación a través de la indignación, que en muchas ocasiones derivó en violencia abierta; el ejemplo clásico es el del magnate William Randolph Hearst, considerado como el padre de la prensa amarillista. Sin embargo, en realidad más que inventarla, la industrializó.
Para acabar pronto, si usted revisa casi cualquier panfleto o periódico político del siglo XIX o XX encontrará muchas de las técnicas de posverdad, hipérbole y falacias surtidas que repiten los influencers actuales, porque la indignación y el morbo venden. Siempre ha sido así, pero ahora es mucho peor.
¿Qué cambió entonces? La intensidad y la cantidad del veneno. Piénselo un momento. Todavía a mediados de los noventas, las “noticias” estaban básicamente limitadas al noticiario de la noche y a secciones específicas de los periódicos; uno se indignaba quizá una hora al día, en momentos específicos, y luego cambiaba de programa o leía las tiras cómicas y -literalmente- le daba la vuelta a la página.
Hoy, con los teléfonos inteligentes y las redes sociales cuyo contenido se actualiza todo el tiempo, estamos permanentemente sometidos a los efectos de esa indignación, promulgada y perfeccionada por una multitud de creadores de contenido cuya métrica e incentivo es, sorpresa, el engagement; o sea, el involucramiento de los lectores.
El contenido que impacta en las redes sociales es el que provoca reacciones de los usuarios, los mantiene involucrados, los engancha, pues. Las aplicaciones están hechas para maximizar este efecto que literalmente es adictivo, y los creadores de contenido aprendieron rápidamente que la manera más sencilla de conseguir esa dulce, dulce interacción, que necesitan para monetizar, es la indignación.
Indignación por todo lo imaginable: equipos de futbol, cantantes, el origen de platillos tradicionales, rankings de países elaborados por cualquier pretexto imaginable, raza, religión o ausencia de ella, películas, actores y hasta el color de algún vestido viral, saturados en las respuestas con comentarios que destilan odio, ya sea por convicción, por troleo nihilista o por mera comercialización.
Esto es especialmente notorio en el contenido ideológico. Lo mismo desde la izquierda que de la derecha, una marabunta de influencers saben que mantener indignados a sus seguidores es la mejor manera de mantener y multiplicar el número de interacciones de las que se deriva su monetización e influencia.
En consecuencia, (progres y antiprogres, nacionalistas y globalistas, tradis y modernistas, pro y anti lo que sea) recorren las noticias en busca de algún escándalo, por más banal que sea, para multiplicarlo con el pretexto de denunciarlo; y si no hallaron nada, se lo inventan. Y si los cachan en la movida, fingen demencia o dicen que lo importante es defender la causa, cualquiera que esta sea.
¿Por qué eso es un veneno? Primero, porque daña emocional e incluso físicamente a los consumidores, enganchándolos al enojo, colocándolos en una situación de estrés que resulta -al mismo tiempo- permanente e innecesaria. Los aísla del resto de las personas, encerrándolos solo entre los fieles de su grupo, cualquiera que este sea. Los agota en guerras imaginarias y termina distrayéndolos del trabajo y de las luchas reales de su vida real.
Segundo, porque la indignación muy literalmente puede cerrarnos el cerebro. Una vez que asumimos a una persona o una idea como indignante, sentimos que ya no es necesario razonar cuál es su punto de vista o siquiera el por qué esa persona o idea está equivocada. Le recetamos contrargumentos memorizados como si fueran cartas de Pokémon, o decimos simplemente que el error de nuestro rival “es obvio” y “no necesita explicación”, aunque muy adentro de nosotros mismos no sepamos por qué.
Es esa ignorancia activista que queda al descubierto cuando algún periodista tiene la puntada de entrevistar a los manifestantes para preguntarles por qué marchan, o por qué se pelean en internet. Muchos de ellos son incapaces de una respuesta coherente, no porque sean acarreados o porque sean ignorantes, sino porque hace años que dejaron de razonar respecto a su bandera ideológica/política y lo de argumentar lo dejaron en manos del gurú de turno, que gustoso piensa por y manipula a su tribu de activistas.
¿Qué hacer? Por inicio de cuentas, hay que darnos cuenta. Ser conscientes de qué es lo que nos indigna, de quién nos indigna y preguntarnos ¿por qué? También es importante romper con el consumo de contenido; una vez que seamos conscientes del daño que nos hace la indignación, dejemos de pelear en las redes sociales, usémoslas para compartir lo que nos gusta, para conectar con amigos, para hacer vida social, no para vandalizar.
Cuatro reglas de buen cubero:
- No tuitear enojados, ni escribir en internet nada que no nos atreveríamos a decir de frente y en persona.
- Recordar que las redes sociales son burbujas y que exacerban a los escandalosos; el mundo real no es, ni de lejos, el infierno que se dibuja en Facebook o Twitter.
- No definirnos, ni a nosotros ni a nuestros aliados, con base en lo que nos disgusta, sino con base en lo que nos agrada.
- Quien te quiere indignar, te quiere manipular, sea con buena o mala intención, así que, cuando comencemos a enojarnos, demos un paso atrás: respiremos, pensemos y decidamos: Si te has de amargar el día, que sea porque tú quieres, y no porque alguien detrás de una pantalla necesita monetizar tu angustia.
Para acabar pronto, como escribió el músico Paco Huidobro:
No todos son tan malos, no todo está mal
No todos son villanos, queriéndote matar
No todo está perdido, ni se va a acabar
La vida es un pícnic.
Solo hay que asegurarse de no ser la botana de algún influencer.
Doctor en Derecho, profesor, escritor y consultor político. Su nuevo libro es "La forma del futuro: del metaverso y los macrodatos, a la civilización de la soledad y las nuevas lealtades".