El 3 de agosto, sumando la voz y la movilización de cientos de miles de personas en todos los rincones de Venezuela y en las principales ciudades del mundo, la oposición venezolana dio quizá su mayor demostración de fuerza en sus casi 25 años de lucha contra el chavismo.
Bien lo dijo María Corina: “mucha gente nos dijeron que era imposible demostrar el fraude; nosotros lo que demostramos fue la victoria de Edmundo González…esa verdad, que nosotros sabíamos antes del 28 [de julio] hoy la sabe el mundo entero”. Las imágenes de Machado ante la multitud reunida en Las Mercedes tienen una potencia que trasciende fronteras, un eco de la historia que resuena cantando que a la dictadura chavista se le acabó el tiempo.
En ese choque de trenes emocionales, entre la esperanza de un cambio y temor de que se repita el fracaso en que concluyeron movimientos similares en años anteriores, la pregunta natural es ¿porqué habría de ser distinto esta vez? ¿Qué cambió respecto a las grandes movilizaciones del 2013, o las del 2014, las del 2017 o del 2019?
La respuesta es compleja. Habría mucho por qué por comentar respecto a la unidad en la oposición, la solidez del proceso que impulsó a María Corina, su prestigio personal, el desgaste del régimen entre las clases populares, etcétera. Sin embargo, detrás de todo ello hay un factor clave: la legitimidad.
Aunque las credenciales democráticas del chavismo han estado bajo más más que una duda razonable desde hace mucho tiempo, en las elecciones anteriores, “haiga sido como haiga sido”, el régimen había conseguido las actas y los resultados electorales que demostraban su triunfo sobre la oposición.
El proceso iba más o menos así: Terminada la jornada electoral, el oficialismo anunciaba rápidamente su triunfo electoral, respaldado en los datos del infame CNE, el Consejo Nacional Electoral, que a su vez se sustentaba en las actas. La oposición alegaba fraude, el oficialismo decía que eso no era cierto, y el conflicto rápidamente quedaba empantanado en una especie de “equivalencia”, un incómodo empate que contaba como victoria para los locales, es decir, los chavistas. En las elecciones de 2006, 2012, 2013, etc., era evidente que había muchos opositores, pero era notorio igualmente notorio que había muchos chavistas. El pueblo venezolano estaba polarizado, y ante esa polarización la salida natural tendía a preservar el statu quo.
En el plano internacional, este relativo “equilibrio”, respaldado en datos electorales más o menos creíbles, le daba a los aliados ideológicos y pragmáticos del chavismo el margen de maniobra política suficiente como para respaldar a la dictadura sin enfrentarse a un desastre de relaciones públicas en sus propios países. Podían alegar que, bien que mal, los chavistas habían ganado las elecciones; y, una vez entrados en la dinámica de las calles, podría alegarse que el régimen había sido más o menos represivo, pero sin que ello fuera suficiente como para romper los equilibrios.
Incluso cuando las movilizaciones fueron multitudinarias, fuera de Venezuela se mantuvo la percepción de que, siendo la oposición una minoría importante, el chavismo estaba por lo menos en igualdad con los opositores. Ante ese equilibrio, el peso del respaldo institucional (y particularmente del respaldo del ejército) hacia Chávez primero, y Nicolás Maduro después, era suficiente como para sostener al régimen.
Incluso cuando la oposición logró nombrar un “presidente interino”, Juan Guaidó, reconocido de dientes afuera por la mayor parte de los países de occidente, la incómoda realidad sobre el terreno era que la legitimidad democrática de Guaidó resultaba casi tan dudosa como la del propio Maduro: la validez de sus mandatos se sostenía a partir de criterios políticos/jurídicos/abstractos. Eran, para acabar pronto, cuestión de opinión.
En 2024, la historia es diametralmente distinta. La oposición obtuvo un triunfo arrollador. Edmundo González ganó en todos los estados de Venezuela, las manifestaciones en apoyo a la oposición han surgido en barrios que tradicionalmente habían sido bastiones chavistas y, como la cereza del pastel, la oposición es la que tiene las actas que demuestran su triunfo, mientras que el chavismo ha sido incapaz de sacar siquiera actas falsificadas que les sirvan de pretexto. Esta vez, a una semana de las elecciones, lo único que presentó el CNE fue un par de boletines con datos tan evidentemente falsos que son políticamente indefendibles, no solo para el propio chavismo al interior de Venezuela, sino para sus aliados en el exterior.
¿La consecuencia? El “equilibrio” de la legitimidad se rompió.
Aún con todo el aparato propagandístico del estado y todos los instrumentos (legales e ilegales) que le habían sido suficientes para mantener el “empate” ante los ojos del pueblo y del mundo, el chavismo ya no pudo maniobrar. La derrota fue tan abrumadora, que resulta incuestionable y tratar de ocultarla sumió al régimen en el pantano de lo ridículo.
Maduro quedó vulnerable. Al interior de Venezuela, lo poco quedaba del chavismo quedó completamente deslegitimado a los ojos de sus vecinos, de sus amigos y familiares. Las multitudes que antes salían orgullosas a las calles portando la militancia y los símbolos de Chávez, hoy se han desvanecido. Adiós entonces al círculo interior de protección del régimen.
Algo similar ocurrió en el extranjero. Los gobiernos, políticos, intelectuales y referentes de la “izquierda democrática”, que durante tanto tiempo habían respaldado al chavismo, o que por lo menos le daban el beneficio de la duda, ya no tienen el margen de maniobra para mantener esas posiciones. Ser aliado de Maduro se volvió muy mal negocio, incluso para sus amigos internacionales más cercanos, como lo ejemplifica el viraje de España, que este 3 de agosto ya se unió al reclamo internacional para que se conozcan oficialmente los resultados reales de la elección, algo que a estas alturas equivale a pedirle a Maduro que reconozca la derrota. Adiós entonces al círculo exterior del régimen.
Ya sin la protección de esos 2 círculos de protección, al chavismo solo le queda el núcleo del régimen: el ejército, las bandas armadas, la represión cada vez más abierta, cada vez más indiscriminada y cada vez más contraproducente. Maduro parece aferrado a mantenerse en el poder a balazo limpio, quizá en el delirio de imitar a Cuba o Corea del Norte, pero no le va a funcionar.
Las condiciones, las señales y las circunstancias de Venezuela en 2024 son muy distintas a las de los tiempos aciagos de la guerra fría. El chavismo solía entenderlo, y por eso siempre necesitó mantener al menos un disfraz de legitimidad democrática, integrado como un pilar indispensable dentro del sistema político, un pilar que ya colapsó.
Lo dijo María Corina “nunca el régimen ha estado tan débil como hoy. Han perdido toda la legitimidad”. Sin esa legitimidad, a Maduro solo le queda caer.
*Gerardo Garibay Camarena. Doctor en Derecho, profesor, escritor y consultor político. Su nuevo libro es "La forma del futuro: del metaverso y los macrodatos, a la civilización de la soledad y las nuevas lealtades"